El amor en tiempos de hambre

Capítulo 14

Era abril de 2003, y la Ciudad de México se preparaba para su primavera más incierta. Edith Gutiérrez bajó del autobús con una maleta pequeña y una dirección incierta.

Habían pasado apenas seis meses desde aquella noche de octubre. Seis meses en los que su vida en Puebla se había deshecho y vuelto a armar de forma distinta. Daniel y ella hablaron hasta el agotamiento; no hubo reconciliación mágica, solo una separación limpia, civilizada, y un adiós que no dolió tanto como esperaba. Retomó su trabajo, y aprendió a vivir sin la armadura del perfeccionismo. Pero la nota de Rómulo —esa letra arrugada que aún guardaba en su cartera— se había convertido en una pregunta constante: ¿qué había sido de él? ¿Seguiría tocando en las calles?

No era amor lo que la impulsaba. Era algo más hondo: gratitud, curiosidad, la necesidad de cerrar un círculo que la ciudad había abierto aquella noche. Quería decirle gracias. Quería saber si él también había seguido buscando su eco.

Empezó por la Roma. La Libélula seguía allí, aunque con mesas nuevas y un menú más caro. El barista, un chico con tatuajes en los brazos, negó con la cabeza.

—Rómulo Mireles… sí, lo recuerdo. Tocaba aquí los jueves. Pero dejó de venir hace meses. Creo que lo vi una vez en Coyoacán, en la plaza de Santa Catarina.

Coyoacán. Edith tomó un taxi. La plaza estaba llena de vida pese a todo: niños corriendo, parejas besándose sin máscaras, un organillero tocando. Y allí, bajo los árboles de la Plaza Santa Catarina, lo vio.

Rómulo estaba sentado en una banca. Tenía el cabello más largo, pero era él: la misma postura relajada, los mismos dedos danzando sobre las cuerdas como si hablaran un idioma secreto.

Edith se acercó sin prisa. Cuando terminó la canción, un par de turistas dejó monedas en la funda abierta. Rómulo levantó la vista y la vio. Por un segundo, el tiempo se detuvo. Luego, una sonrisa lenta, genuina, se abrió en su rostro.

—Edith…

—Rómulo.

No hubo abrazos efusivos, ni lágrimas dramáticas. Solo se miraron, como dos viejos conocidos que se encuentran después de una guerra compartida.

—¿Cómo me encontraste? —preguntó él, guardando la guitarra.

—Preguntando. La ciudad habla si uno sabe escuchar.

En lugar de sentarse, comenzaron a caminar por la plaza, bajo los árboles que mecían sus hojas al ritmo de una brisa suave. El sol de abril filtraba entre las ramas, dibujando sombras danzantes en el empedrado. Hablaron sin ataduras, como si los seis meses no hubieran existido, o como si hubieran sido necesarios para poder hablar así, sin máscaras. En un juego implícito, se presentaron como desconocidos: “Soy Edith, correctora de textos”, dijo ella con una sonrisa juguetona. “Rómulo, músico y compositor”, respondió él, siguiéndole el paso. Era una forma de reconectar sin el peso del pasado, de explorar quiénes eran ahora, después de haber sanado —o empezado a sanar— sus heridas.

Edith le contó de la separación con Daniel, de cómo la conversación honesta había sido más liberadora que cualquier reconciliación. Pero esta vez, sin filtros, le explicó lo que realmente había pasado, lo que aquella noche en la TAPO le había permitido ver con claridad.

—Daniel me traicionó mucho antes —dijo, la voz serena, sin rabia ya—. En Madrid, en diciembre del 2000, lo encontré con otra mujer en su oficina. No fue un beso robado; fue algo deliberado, urgente, como si yo nunca hubiera existido. Lo vi todo, dejé un regalo que había comprado para él y me fui sin decir nada. Al día siguiente, vino a pedirme perdón, jurando que no había pasado “a más”, que mi regalo lo había detenido. Pero era mentira. Lo supe después, cuando todo salió a la luz. Fue imposible perdonarlo, Rómulo. No por la traición en sí, sino por las mentiras que la cubrieron, por cómo me hizo dudar de mi propia memoria, de mi valor. La carta que intenté interceptar fue mi último intento de herirlo como me había herido a mí. Pero gracias a ti, gracias a esa noche, llegué a tiempo para no necesitar herirlo más. Llegué a tiempo para elegir no ser como él.

Rómulo escuchó en silencio, sus ojos fijos en los de ella, sin juicio, solo comprensión profunda. Cuando terminó, asintió lentamente.

—Lo siento —dijo simplemente, su voz cálida como aquella noche—. Me alegra que hayas encontrado tu camino, Edith. Que hayas elegido no cargar con más veneno.

Él habló de sus meses. De cómo había dejado de tocar en bares cerrados, prefiriendo las plazas abiertas donde la gente pasaba y dejaba monedas o sonrisas. De cómo la música se había convertido en su único ingreso estable —mal pagado, pero honesto—. De cómo había escrito canciones nuevas, algunas inspiradas en una noche de octubre con una mujer que buscaba corregir hasta sus propios sentimientos.

—No te nombro —dijo, con una sonrisa traviesa—. Pero estás ahí, en los versos sobre alguien que busca su eco en una ciudad que no duerme.

Edith sacó la nota arrugada de su bolso.

—Esta me salvó. Me recordó que no todo necesita ser perfecto para ser verdadero.

Rómulo la tomó, la leyó en silencio, y se la devolvió con cuidado.

—Y tú me recordaste que ayudar a alguien, aunque sea por una noche, puede cambiarle la vida a uno mismo.

Mientras caminaban, sus palabras fluían como el viento entre las jacarandas, sin promesas ni juramentos. No se hablaban como amantes predestinados, sino como almas correspondidas en una conexión sutil, mutua: ambos sentían esa atracción tranquila, esa certeza de que el otro era un reflejo sanado de sus propias heridas. Habían cicatrizado lo suficiente para verse sin filtros, para desear conocerse más a fondo, no con la urgencia del deseo, sino con la serenidad de quien ha aprendido a caminar solo y ahora elige compartir el sendero. “¿Quién eres tú, realmente?”, preguntó ella, jugando al desconocido. “Un eco que busca su voz”, respondió él, y rieron, convencidos de que, en ese reencuentro, habían encontrado un comienzo sin finales impuestos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.