El arte de amar.

Epílogo.

Azul.

Ella estaba envuelta en un perfecto, sedoso y elegante vestido azul claro, que lograba resaltar su ahora largo y brillante cabello rojo.

Dicen que todos y cada uno de nosotros tenemos nuestro propio infierno en la tierra. Es algo que se recalca, se repite y hasta cierto punto, se cree. Yo siempre discrepaba ante esos razonamientos, pues yo no tenía un infierno conmigo, yo tenía mi propio cielo personal.

Un cielo que estaba conformado por piel pálida, ojos marrones, mejillas sonrojadas y salpicadas con pecas —eran estrellas—. Ser cursi no era algo que debiera avergonzarme, no cuando tenía a la mujer más maravillosa y chispeante del mundo, no cuando casi morí desangrando en un piso asqueroso y estuve a punto de perder mi oportunidad de estar como ella para siempre, en medio de la vida e incluso después de la muerte.

Verla caminar hacia el altar con ese vestido azul fue uno de los logros más grandes de mi vida, y no necesariamente porque ella estaba a punto de entregarse para siempre a mí. Más bien me sentía afortunado de ser quien la esperaba mientras ella caminaba con calma, seguridad y felicidad hacia mis brazos.

Nunca tuve nada de joven. Mi madre me dejó, mi hermano se suicidó, Ágatha se marchó y yo tuve que ir a prisión por asesinato. Nunca tuve nada, pero un treinta y uno de diciembre, justo cuando la helada y hermosa nieve estaba cubriendo con una nostálgica manta toda la ciudad, yo realmente tuve algo.

Tuve a Isabella Gibson.

Antes de ella nunca pensé mucho en nada. En realidad, constantemente pensaba en nada. ¿Eso tenía sentido? Probablemente no, pero no importaba, ya no.

La tenía a ella.

Dicen que los humanos somos almas errantes que están sentenciadas a buscar nuestras mitades perfectas para siempre. Pensaba que no podría conformarme solo con una mitad, yo quería todo, y justo eso era lo que estaba consiguiendo.

Todos merecíamos esa clase de amores que eran plenos y alocados, merecíamos a aquellos que llenaran nuestra alma y explotaran el corazón. Estaba seguro de que, como mínimo, todos deberían tener a una chica pelirroja con carácter fuerte en sus vidas.

Una chica extraordinaria.

Una chica como la mía.

Una mujer de fuego.

Una mujer inolvidable.

Una mujer invisible.

Una Isabella Gibson.

Todo pasó rápido, pero al mismo tiempo fue lento. En nuestra boda los aplausos, sonrisas y miradas llenas de advertencias no faltaron. Nosotros dimos nuestros votos y juramos amarnos eternamente ante todos. La besé y ella correspondió el beso con la misma emoción y amor. Me susurró secretamente palabras que me ganaron para siempre.

—Ian Hank —dijo ella—, no puedo creer que hayas sido tan cretino como para amarrarme a tu vida, no puedo creer que realmente me hubieses convencido de casarme.

No pude evitar reírme en ese momento.

—Acéptalo, estás internamente saltando de la emoción, sé que querías adueñarte de mis bares.

—¿Tanto se nota?

La besé de nuevo y traté de controlar mi risa. La ansiedad que tenía por su delicioso ser no podía ser ignorada fácilmente.

—Un faro —le susurré, mientras todos nos aplaudían y nosotros salíamos de la iglesia.

—¿Qué?

—Cuando te conocí, pensé que eras como un faro de luz roja —le sonreí—. Desde entonces, me atrajiste hacia ti y no pude detener el descenso.

—¿Estás cayendo por mí? —me preguntó y sonrió.

—Me tienes totalmente a tus pies.

Isabella sonrió de nuevo. Ella sabía que era cierto lo que estaba diciendo. Ella me tenía y ya no había vuelta atrás.

La vi caminar por delante de mí mientras en sus manos sostenía un ramo de tulipanes. Traté de capturar aquella imagen por siempre en mi cabeza. Memoricé la curva de su cintura, los lunares de su espalda, el brillo de sus ojos marrones y, sobre todo, inmortalicé su gran sonrisa.

—¿Ian?

Me llamó cuando la alcancé y tomé su mano contra la mía.

—¿Isabella?

—Eres un cretino —avisó y yo reí una vez más.

—Estamos casados, recuerda que me debes respeto.

—Eres un cretino —repitió—. Aun así, me enseñaste lo que más aprecio en la vida.

—¿Y eso que es?

—Gracias a ti, sé lo que es el arte de amar —murmuró—. No solo sé lo que significa, también sé cómo se siente.

Besé su mano y no dije nada, no había necesidad. Nosotros dos entendíamos que nuestro amor no era perfecto, pero sí era inmortal. Y eso ya era mucho. Eso ya era todo.

—Sé que ya lo he dicho muchas veces —la giré y obligué a sus ojos marrones llegar con los míos—, pero real y eternamente te amo, Is.

—¿Incluso en medio de mis berrinches.

—Incluso después de todas tus tempestades.

Ella se sonrió de nuevo. Estaba acostumbrado a que dijeran que la belleza no siempre debía de ser deslumbrante, tampoco debía ser algo que hipnotizara y eclipsara al resto, sin embargo, Isabella lograba hacer todo eso y más. Ella me deslumbraba, me hipnotizaba y, sobre todo, me eclipsaría para siempre.

No existían finales felices y eternos. El de nosotros sería un final inmortal, candente y hermoso.

Un final de finales.

Un final solo nuestro.

Observé la nieve del lugar por encima de su cabeza roja y sonreí cuando la escuché hablar de nuevo:

—Ahora que veo que estamos haciendo las cosas tan rápido e interesantes...

La miré de reojo mientras su diversión llegaba hasta mí.

—Dime una cosa, Ian Hank —me tentó—. ¿Qué tan preparado estás para ser papá?

La miré y mordió su labio inferior con picardía, buscando tentarme. En ese momento, solo pude hacerme una pregunta.

¿Qué iba a hacer con ella aparte de amarla?

Porque había amores que jamás se apagaban. Estos siempre estaban destinados a arder como llamas, como soles y como volcanes.

Había amores y después de eso, estábamos Isabella y yo.

Nuestra historia aún no había terminado. Existían muchos puntos suspensivos y en medio de todos ellos, estaban Blake, Tanía, Diego e incluso Ágatha...




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