El Ceo necesita una esposa

Capitulo 7

El Maserati se detuvo frente a los portones de hierro forjado que custodiaban la Mansión Montenegro, una construcción imponente que parecía arrancada de un sueño barroco y plantada en medio de los jardines más perfectos de Puerto Esmeralda. Columnas de mármol, balcones adornados con bugambilias, ventanales que reflejaban el cielo como espejos. Todo respiraba lujo, poder… y un silencio que imponía respeto.

Greeicy bajó del auto con una lentitud calculada, sus botas negras contrastando con el empedrado impecable. Ajustó su chaqueta de cuero y lanzó una mirada cargada de ironía.

—¿Todo esto es tuyo? —preguntó, fingiendo asombro—. Wow… y yo pensando que solo mi padre vivía en un castillo.

Dylan la ignoró, pasando a su lado con la elegancia natural de quien nació para dominar espacios así. Pero no pudo evitar observarla de reojo: esa mujer, tan distinta a todo lo que él conocía, caminaba por aquel palacio como si no le importara ni un ápice la riqueza que a tantos deslumbraba.

Atravesaron el vestíbulo, donde lámparas de cristal colgaban del techo como cascadas de luz y las alfombras persas amortiguaban cada paso. Pero en lugar de dirigirla a la sala principal, Dylan la guio hacia la parte trasera, por un corredor inundado de luz natural.

Al abrir las puertas de vidrio, el jardín Montenegro se desplegó como un lienzo vivo: praderas verdes, fuentes de mármol, rosales en flor y un lago artificial que reflejaba el azul del cielo. Y allí, bajo la sombra de un sauce llorón, Valentina Montenegro pintaba con la concentración de un artista consumado.

Greeicy se detuvo en seco. Su sonrisa apareció sin permiso, genuina, luminosa… y Dylan lo notó. Algo se agitó en su interior, un calor extraño que no esperaba sentir.

—¿Así que aquí está la princesa? —susurró ella, quitándose las gafas oscuras mientras sus ojos verdes brillaban con suavidad.

Valentina levantó la cabeza, y su rostro se iluminó.

—¡Greeicy! —exclamó, con una alegría que hizo que el aire pareciera vibrar.

Greeicy caminó hasta ella, esquivando pétalos caídos, y se inclinó para ver el lienzo. La pintura mostraba el mismo jardín, bañado por tonos cálidos, con un nivel de detalle que arrancó un aplauso sincero de Greeicy.

—¡Wow, Valen! —exclamó, entusiasmada—. Esto está increíble. ¡Mira esos colores, esa luz! Tienes un talento impresionante, en serio.

Los ojos de Valentina brillaron como estrellas.

—¿De verdad lo crees?

—Claro que sí —Greeicy sonrió, y en ese gesto no había ironía, solo admiración—. Eres una artista. Si yo pintara así, no me despegaría del caballete.

Valentina soltó una risita emocionada y le tendió la mano.

—Ven, siéntate conmigo. Quiero que te quedes.

Greeicy le revolvió el cabello con dulzura.

—Por supuesto, princesa. No pienso irme a ningún lado.

Se acomodó a su lado, sentándose sobre el césped sin importarle arrugar la ropa. Tomó uno de los pinceles que descansaban sobre la caja de madera y lo giró entre sus dedos, observando la mezcla de colores en la paleta.

—¿Sabes qué? La próxima vez traigo mis pinceles. Podríamos pintar juntas.

Valentina abrió los ojos como platos, emocionada.

—¿Pintar… juntas? ¡Me encantaría!

Desde unos metros atrás, Dylan observaba la escena con el ceño fruncido y los puños relajándose lentamente. No sabía qué le sorprendía más: la facilidad con la que Greeicy conectaba con su hija… o la sensación extraña que le provocaba verla sonreír de verdad. Una sonrisa limpia, sin sarcasmo.

Dylan sintió algo parecido a la calma.

Pero la calma no era un lujo que todos disfrutaban en esa mansión.

En el salón principal, dos mujeres hervían de furia mientras hojeaban las portadas digitales en sus tablets.

Amalia Villarreal arrojó la suya sobre la mesa de mármol con un golpe seco.

—¡Esto es inadmisible! ¡Mira a Juana, en todas las malditas revistas! —La pantalla mostraba imágenes de Juana, sonriendo junto a Elena Montenegro mientras supervisaban arreglos florales. Los titulares eran venenosos: “La amante de Aníbal Suárez, convertida en madre de la novia: los secretos detrás de la boda del año”.

A su lado, Greta Suárez bebió un sorbo de vino tinto, sus uñas golpeando el cristal con impaciencia.

—Es increíble. Mamá, toda mi vida he sido la cara respetable de esta familia. ¿Y ahora? ¡Todo el mundo habla de la bastarda y su madre como si fueran la realeza!

Amalia apretó los dientes, sus ojos ardiendo de rabia.

—No lo permitiré, Greta. Juana no me humillará una vez más. Y mucho menos su hija.

Greta sonrió con veneno, su belleza perfecta deformada por la envidia.

—Entonces humillémosla nosotras primero. Hagamos que se arrepienta de haber puesto un pie en esta casa.

Amalia ladeó la cabeza, su mente maquinando.

—Tengo una idea. La boda será nuestro escenario… y ella, nuestra víctima.

Un destello peligroso cruzó los ojos de Greta.

—Me encanta cómo suena eso.

Mientras la conspiración germinaba, en el jardín de la mansión Montenegro la luz comenzaba a teñirse de tonos anaranjados. Valentina reía mientras Greeicy improvisaba un retrato rápido en un pedazo de papel. La joven no era ninguna experta, pero su trazo era libre, vibrante… igual que ella.

—¡Mira, princesa! —dijo, mostrando un boceto caricaturesco de Valentina sonriendo con una corona de flores—. No soy Picasso, pero al menos no saliste con bigote.

Valentina soltó una carcajada que hizo sonreír incluso a Dylan, aunque él se aseguró de que nadie lo notara.

El tiempo pasó volando, y cuando el cielo comenzó a oscurecer, Dylan se aclaró la garganta.

—Es hora de entrar.

—¿Por qué? —Valentina frunció el ceño—. Quiero quedarme un poco más.

—Otro día, princesa. —Su tono se suavizó al mirar a su hija, pero se endureció en cuanto sus ojos volvieron a Greeicy—. Tú, conmigo.

Greeicy alzó las cejas, burlona.




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