El Ceo necesita una esposa

Capitulo 14

La fiesta seguía vibrando con la energía casi caótica de la “hora loca” improvisada. Las serpentinas colgaban de las lámparas como lianas doradas, los globos rodaban por el suelo y el eco de los tambores mezclado con la música electrónica retumbaba en el pecho de los presentes. El aire estaba impregnado de perfume caro, champagne recién abierto y el dulzor de los postres que los meseros aún repartían entre la multitud.

En el centro de la pista, Valentina se había convertido en la estrella indiscutible. Su vestido de tul blanco giraba como una nube cada vez que movía la cintura, y sus trenzas adornadas con pequeñas flores brillaban bajo las luces de colores. Los invitados la rodeaban entre risas, piropos y palmas, pero ninguno estaba más embelesado que Greeicy, quien la seguía con mirada protectora, como si estuviera viendo a una hermana menor… o a una hija que nunca tuvo.

Mientras tanto, Dylan observaba desde un costado, copa en mano, con ese gesto serio que intentaba camuflar bajo una sonrisa educada. La verdad era que estaba harto. Harto de las sonrisas falsas, de las miradas inquisitivas que parecían diseccionar cada centímetro de su vida privada, de las cámaras que buscaban el mínimo gesto para convertirlo en rumor.
Se inclinó hacia ella, su mano firme posándose en su cintura con una presión que no dejaba lugar a réplica.

—Es hora de irnos —susurró, su aliento rozando su oído.

Greeicy giró apenas la cabeza, regalándole esa maldita sonrisa envenenada que era tan suya, la que podía seducir o apuñalar dependiendo del momento.

—Oh… ¿el señor Montenegro se siente incómodo? —replicó en voz baja, pero con un tono juguetón que pinchaba su paciencia—. ¿O es que no soporta que todos me amen?

—No hables tanto —gruñó él, manteniendo la mandíbula tensa—. Despídete y vámonos.

Ella, sin perder esa teatralidad que parecía fluirle por la sangre, se acercó a Valentina. La niña la miró con ojos brillantes, todavía jadeante por el baile.

—Te portaste como una reina, princesa —le dijo, inclinándose para besarle la frente—. Mañana te enseñaré más pasos, te lo prometo.

Valentina le sonrió como si Greeicy fuera un personaje de cuento, y Dylan sintió que algo dentro de él se desarmaba. Esa complicidad entre ambas… era un arma silenciosa contra sus defensas.

Pero antes de alcanzar la salida, un grupo de amigos millonarios de la familia Montenegro, con las mejillas encendidas por el alcohol, les cerraron el paso. Las copas chocaban en un brindis improvisado mientras uno de ellos exclamaba:

—¡Un último beso para la foto!

Dylan frunció el ceño, endureciendo la mirada.

—No pienso… —empezó, pero Greeicy ya había avanzado un paso.

Se giró hacia él con una sonrisa peligrosa, tomó su cuello con una suavidad engañosa y, sin previo aviso, rozó sus labios en un beso breve, pero lo suficientemente intenso como para encenderlo por dentro. Antes de que él pudiera reaccionar, retiró el contacto y, con descaro, le pasó el pulgar por los labios para “limpiarlo”.

—Listo… ya están felices —dijo con voz dulce, mirando de reojo a los espectadores—. Ahora déjenos ir, que estamos agotados.

Las cámaras dispararon como metralletas. Hubo risas, aplausos, silbidos. Dylan mantuvo la compostura únicamente porque sabía que estaba rodeado de ojos y lentes.

Cuando por fin entraron al auto, la atmósfera cambió. Dylan cerró la puerta con un golpe seco y giró la cabeza hacia ella.

—No vuelvas a besarme así —dijo, su voz grave y baja, como un filo de acero—. Ni aunque mi madre se ponga de rodillas a suplicarlo.

Greeicy cruzó las piernas con un gesto lento, casi calculado, y clavó en él esa mirada verde que parecía atravesar piel y hueso.

—¿En serio? —preguntó, ladeando la cabeza—. Deberías estar agradecido, Montenegro. Mis besos no los regalo.

Se inclinó hacia él, tan cerca que pudo sentir el calor de su respiración y el perfume embriagador de su cuello.

—De hecho… eres afortunado de haberlos probado.

Dylan tragó saliva, sus manos cerrándose sobre sus rodillas.

—¿Afortunado?

—Sí —dijo ella, sin apartar la mirada—. Porque jamás he besado a nadie antes de ti. Y no lo volveré a hacer si no me nace.

El comentario lo golpeó como un dardo silencioso. Intentó buscar una mentira en su expresión, pero el brillo seguro en sus ojos lo dejó sin palabras. Por un segundo, el mundo fuera del auto dejó de existir.

Ella sonrió apenas, como si hubiera notado su desconcierto.

—Oh, Dylan… eres tan fácil de desarmar —susurró, reclinándose contra el asiento y mirando por la ventana.

Él no respondió. Solo la observó de reojo, sintiendo que ese beso —tan breve, tan simple— se le había incrustado en la memoria.

El salón del Hotel Imperial, a esas horas, parecía un cuadro pintado con oro y cristal. Las arañas de luces lanzaban destellos sobre copas vacías y pétalos marchitos en el suelo. El murmullo de las conversaciones se mezclaba con el suave tintineo de los vasos y el crujir de los tacones sobre el mármol.

—Es increíble, ¿no? —comentó una mujer con vestido azul eléctrico a otra dama enjoyada—. Pensé que esa Greeicy sería altanera, pero es un amor.

—Y cómo trata a la niña… —la otra suspiró—. Esa pequeña necesita a alguien que le dé cariño, no solo dinero.

Un hombre con copa de whisky se unió a la charla:

—Creo que Dylan tuvo suerte. No cualquiera puede manejar a los Montenegro. Y esa chica… bueno, es diferente.

Las palabras, suaves para unos, eran veneno para otros.

En una esquina, Greta apretaba su copa con tanta fuerza que sus nudillos se blanquearon.

—¿Un amor? —escupió—. No saben nada de esa mujer.

Amalia, con sonrisa fingida, asintió.

—Esas viejas tontas no entienden que está aquí solo para arruinarlo todo. Siempre fuimos el centro de esta familia, Greta. Y ahora… es esa cualquiera la que brilla.

—No me importa cuánto la adoren —replicó Greta, su mirada encendida—. Voy a hacer que su vida sea un infierno.




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