El Ceo necesita una esposa

Capitulo 15

El ascensor se detuvo suavemente en el piso treinta y cinco con un sonido apenas audible, como un suspiro metálico. Las puertas se abrieron revelando el penthouse nupcial: un espacio que parecía diseñado para deslumbrar. Las paredes de cristal envolvían el lugar, dejando ver el skyline nocturno de Ciudad Real extendiéndose hasta el horizonte. Los rascacielos, como centinelas iluminados, parpadeaban contra la negrura del cielo, mientras miles de luces se reflejaban en la superficie del río que cruzaba la ciudad, como si fuera un espejo líquido.

El aire dentro del penthouse estaba impregnado de un aroma dulce y especiado: velas de vainilla y sándalo encendidas estratégicamente en cada rincón. La alfombra, gruesa y mullida, amortiguaba cada paso. En el centro, la cama king size no era solo una cama; era un altar al exceso. Sábanas de algodón egipcio impecablemente blancas, un mar de pétalos de rosa esparcidos con precisión casi obsesiva, una botella de champagne enfriándose en un cubo de plata y, sobre la seda… un conjunto de lencería roja que parecía hecho de fuego y provocación.

Greeicy se detuvo en el umbral. Sus ojos verdes se clavaron en la prenda diminuta con una mezcla de incredulidad y enfado. La mandíbula le cayó, y durante un instante, olvidó respirar.

—¿Qué… qué demonios es esto? —preguntó, su voz subiendo una octava.

Dylan entró detrás de ella, las manos enterradas en los bolsillos, su porte impecable y esa media sonrisa que oscilaba entre la burla y algo mucho más oscuro.

—Detalles del hotel —dijo con fingida inocencia, paseando la mirada por la habitación—. Ya sabes… para hacer la noche memorable.

Ella se giró bruscamente, su vestido de novia rozando el suelo en un susurro de tela cara.

—Memorable para ti, supongo. Porque yo… —señaló la prenda con el dedo, como si fuera una amenaza— ¡eso no me lo pongo ni en sueños!

Dylan soltó una carcajada grave, lenta, que vibró en el aire. Caminó hacia la cama, tomó la lencería con dos dedos y la levantó, dejándola caer suavemente, como si fuera un objeto precioso.

—Sería un crimen —dijo con la voz baja, rasposa, mirándola directo a los ojos— que no lo uses. Me encantaría verte con esto puesto.

El corazón de Greeicy dio un salto traicionero, pero ella se recompuso con su mejor escudo: la lengua afilada.

—Sigue soñando, Montenegro. Ni aunque me pagues.

Él arqueó una ceja, esa sonrisa ladeada transformándose en algo más peligroso.

—¿Segura? Porque técnicamente… ya lo hice.

Greeicy soltó un bufido y comenzó a caminar hacia el baño.

—Eres patético. Y ridículamente egocéntrico.

Dylan no se movió de la cama, pero su voz la siguió, cortante como un látigo.

—Recuerda, esposa… —la palabra se estiró con un matiz de desafío—. Esta noche no es para que me ignores.

Ella se detuvo en seco y giró, clavándole una mirada que podría haber congelado el champagne.

—Te recuerdo el contrato, Montenegro. El papel que tú firmaste y el reclamo por el beso que te di. Yo estoy aquí para ser la madre de Valentina, no tu muñeca de cama. Así que guarda tus fantasías para otra.

Dylan se levantó despacio. Alto. Amenazante. Cada paso que dio hacia ella fue un golpe sordo sobre la alfombra, como un tambor de guerra. Greeicy retrocedió instintivamente, hasta que su espalda chocó contra la pared fría.

Él apoyó una mano junto a su cabeza, inclinándose lo suficiente para que el calor de su aliento rozara su mejilla.

—¿Y si te dijera que me importa una mierda el contrato? —susurró, la voz grave vibrándole en la piel—. ¿Que no pienso dejar que un papel me diga lo que puedo… o no puedo tener?

Greeicy contuvo el aliento. Cada músculo de su cuerpo gritaba que lo apartara, pero algo más profundo —y prohibido— la mantenía inmóvil. Tragó saliva, y forzó una sonrisa venenosa.

—Entonces… también tendrás que firmar el divorcio mañana. Porque eso es lo único que vas a conseguir si sigues con tu jueguito.

Dylan dejó escapar una risa baja, que no prometía nada bueno.

—Solo jugaba, princesa. No te creas tan importante.

Se apartó con lentitud, como si le concediera una tregua. Volvió a sentarse en la cama, cruzando las piernas y apoyando las manos sobre sus rodillas.

—Ve a cambiarte. Te espero aquí.

Ella giró con los puños apretados y entró al baño cerrando la puerta de un portazo.

El baño era un oasis de mármol blanco, con grifería dorada y espejos que multiplicaban la luz suave de los apliques. Pero Greeicy no veía nada. Sentía cómo la rabia se mezclaba con una sensación mucho más peligrosa: la maldita tensión que Dylan había encendido en ella.

—Idiota… arrogante… imbécil… —masculló, intentando desabrochar el vestido. El corsé estaba tan ajustado que sus brazos no llegaban al cierre. Tiró, forcejeó, gruñó. Nada.

Tras varios minutos de lucha inútil, salió del baño con el vestido medio abierto, los hombros tensos.

—¡Ayúdame! Pero ni se te ocurra tocar más de lo necesario.

Dylan alzó la vista. La imagen lo golpeó como un puñetazo en el estómago: ella, con las mejillas encendidas, un hombro desnudo, la clavícula dibujando una curva perfecta bajo la luz. Un pecado envuelto en seda.

—Con gusto —murmuró, poniéndose de pie.

Greeicy le dio la espalda con brusquedad, mostrando la hilera interminable de botones.

—Hazlo rápido.

Dylan sonrió oscuro y deslizó sus dedos hacia el cierre. Lo bajó lentamente, demasiado lentamente, dejando que el roce de sus nudillos trazara un camino ardiente por la columna de ella. Cada centímetro liberado era un latido más fuerte en el pecho de ambos. El vestido cedió, cayendo hasta quedar sostenido apenas por sus brazos.

Greeicy contuvo un jadeo. Maldijo en silencio la respuesta de su propio cuerpo: piel erizada, respiración más rápida.

Cuando Dylan terminó, inclinó la cabeza hacia su oído.

—Ya está. Aunque… me encantaría ver qué hay debajo.




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