El amanecer llegó envuelto en una bruma dorada. Las hojas del jardín brillaban con gotas de rocío mientras un suave aroma a jazmines flotaba en el aire. En la Mansión Montenegro, el silencio era sagrado a esas horas… excepto en una habitación donde el insomnio tejía sombras entre las sábanas.
Dylan estaba sentado al borde de la cama, con el rostro entre las manos, intentando borrar el eco del sueño que lo atormentaba desde hacía noches. Por más que intentaba ignorarla, pensar en otra cosa, siempre estaba ella, Greeicy.
Su piel contra la suya. Su risa sonando como un pecado.
Y lo peor… era que no quería dejar de soñarla.
Se levantó con brusquedad, caminando descalzo hacia el ventanal. El cristal estaba frío al tacto. El jardín se extendía como un oasis, y allí, bajo la sombra de un magnolio, ya estaba ella. Como cada mañana desde su llegada.
Greeicy empujaba la silla de ruedas de Valentina por el sendero de piedra. Ambas reían, la niña con una bufanda azul y pinceles en la mano, y ella, con una coleta suelta, una blusa blanca arremangada y una expresión de paz… que a Dylan le resultaba insoportablemente atractiva.
"¿Por qué me afecta así? No debería. Esto es un contrato, nada más."
Pero su corazón no obedecía la lógica.
Greeicy fingía no notar su presencia. Desde aquella discusión velada con Irene y su comentario sobre los límites del contrato, había puesto una muralla entre ambos. Sonreía, pero no a él. Hablaba, pero solo de lo estrictamente necesario. Y cada vez que él intentaba acercarse, ella tomaba de la mano a Valentina o desaparecía con excusas perfectamente creíbles.
Sin embargo, a solas, el conflicto crecía como una tormenta en su interior.
Se estaba enamorando de su esposo y eso era malo para ella, lo supo desde esa pesadilla, donde la trató muy mal.
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Un par de horas después. La biblioteca olía a cuero viejo y café recién hecho. Allí, Greeicy repasaba documentos mientras Valentina hacía tareas junto a ella. La niña, concentrada, llenaba su cuaderno con letra temblorosa, mientras Greeicy la acompañaba con paciencia.
—Recuerda, cielo, la tilde va en la palabra “fácil”. ¿Lo ves? —le decía con dulzura, señalando con un lápiz.
—¡Ah, sí! Se me olvida a veces… —Valentina sonrió, y luego alzó la vista—. ¿Estás enojada con papá ?
Greeicy titubeó.
—No...
Justo en ese instante, Dylan apareció en el umbral. Traje oscuro, sin corbata, el primer botón de la camisa desabrochado. Su mirada se cruzó con la de ella y el aire pareció crisparse.
—No estamos enojados, mi amor. —dijo, acercándose—. Justo venía hablar con ella.
—En estos momentos, estoy ocupada... —respondió Greeicy, volviendo la mirada a la niña.
—Necesitamos una conversación… cara a cara.
Greeicy cerró el cuaderno y se levantó, despacio.
—Valentina, quédate aquí un minuto, ¿sí?
Ella caminó hacia Dylan. La tensión entre ambos era un hilo a punto de romperse.
—No insista —susurró ella con firmeza, sin alzar la voz—. No mezclemos esto. Estoy aquí por su hija… no por usted.
Él se acercó apenas unos centímetros más. Su mirada era fuego contenido.
—¿Si sabes que no me puedes dar ordenes?
Greeicy sintió que el corazón se le desbocaba, pero no permitió que él lo viera.
—Entonces, contrólece. Porque si cruza la línea… soy yo quien se va.
Y se fue. Dejándolo ahí, con la palabra en la boca.
Mientras tanto, en la residencia Suárez, el ambiente era todo menos pacífico.
Amalia, con una bata de seda color burdeos, servía té mientras Greta revisaba su tablet con el ceño fruncido. Las fotos de Greeicy y Dylan siendo la pareja feliz, se clavaban como puñaladas.
—¡Mírala! Como si ya fuera parte de la familia —bufó Greta, soltando la tablet—. ¿Acaso cree que puede ser yo?
Amalia bebió un sorbo de té, con una sonrisa que no alcanzaba a suavizar la dureza de sus ojos.
—No lo hará. Pero debemos ser inteligentes. Tu padre ya nos advirtió…
—¡Mi padre no manda sobre mí! —interrumpió Greta, con rabia en la voz—. Esa mujer me está quitando todo. ¡Todo!
Amalia dejó la taza sobre la mesa de mármol con un leve “clac”.
—Entonces, escúchame bien, Greta. No vamos a demostrar nuestro descontento de frente. Vamos a hundirla… desde adentro.
Greta parpadeó.
—¿Qué estás diciendo?
—Vamos a ofrecerle una oportunidad. Vamos a tenderle una red… y hacer que ella misma se cuelgue. Con una mentira, una trampa… algo que la saque del juego sin que nosotras ensuciemos las manos.
—¿Y cómo?
Amalia se acercó a ella y le susurró un plan. Greta sonrió como un depredador. El veneno ya corría entre las dos.
—Pobre bastarda… no sabe en qué guerra se metió.
De regreso en la mansión, el sol ya había comenzado a caer. Dylan entró a su despacho, pero algo no lo dejaba concentrarse.
Apagó el computador y Maldijo. Se pasó las manos por el rostro y tomó su chaqueta. Salió rumbo al jardín. Quería aire. Quería verla.
Y allí estaba.
Greeicy ayudaba a Valentina a recoger flores secas mientras el cielo se teñía de naranja y violeta.
—¿Puedo unirme? —preguntó Dylan, apareciendo con un gesto suave.
Greeicy se tensó un poco, pero asintió. Valentina lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Papá! ¡Mira esta hoja! Parece un corazón.
Él se agachó junto a ella y la abrazó con ternura.
—Lo parece, cielo. Lo parece mucho.
Greeicy lo observó de reojo. Verlo así, humano, cálido, con su hija, le gustaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Gracias —murmuró Dylan de pronto, sin mirarla—. Por hacerla sonreír.
—Para eso me pagan —respondió ella. Secamente.
Dylan se echó a reír, le parecía tan tierna estándo molesta.
—¿Seguirás así?
—¿Cómo, señor Montenegro? —pregunto cruzada de brazos.
—Molesta. —Susurro él.
—No tiene porqué molestarme nada que tenga que ver con usted —murmuro y se fue junto a valentina