El Ceo necesita una esposa

Capitulo 20

El amanecer rompía en tonos anaranjados sobre Ciudad Esmeralda, pero para Greeicy, el día comenzó con un sabor amargo en la garganta. El campus de la universidad bullía como un enjambre, y no tardó en notar las miradas. Algunas eran de curiosidad morbosa, otras de burla velada. Sus pasos resonaban sobre los adoquines del pasillo central mientras intentaba ignorar los murmullos.

—¿Ya la viste? —susurró una chica, entregando su móvil a otra—. Está en todos lados. ¡Hasta en los blogs de farándula!

—“La falsa esposa de Montenegro”… qué título más rastrero —murmuró otra, sin disimular la burla.

Greeicy sintió que algo se le revolvía en el estómago, pero siguió caminando, digna, sin bajar la cabeza. En su mesa habitual del aula, sus compañeros de clase ya la esperaban. Uno de ellos, Kevin, le tendió el teléfono con la pantalla encendida.

—Greeicy… no queríamos mostrarte esto, pero creemos que deberías verlo.

Ella lo tomó sin una palabra. En la pantalla, un artículo anónimo la describía como una interesada, mencionaba vagamente un pasado "turbio", y hasta se insinuaba que había manipulado a Dylan Montenegro para entrar a la familia como una "niñera infiltrada".

"No es coincidencia…", pensó con la mandíbula apretada. "Greta."

Su pulso se aceleró. Sintió una mezcla de rabia, impotencia y una punzada de traición que la traspasó como cuchilla. Respiró hondo, cerró el móvil con calma y lo devolvió a Kevin.

—Gracias por mostrármelo. Esto no se va a quedar así.

El trayecto desde la universidad hasta la lujosa residencia Suárez fue una mezcla de pensamientos acelerados y promesas de fuego. Greeicy no esperó a que le abrieran la puerta. Entró decidida, con el rostro ardiendo por la rabia.

La encontró en la terraza, como si nada. Greta, envuelta en una bata de satén, tomaba café con las piernas cruzadas y una sonrisa plácida, como si no hubiera puesto en marcha una tormenta mediática esa misma mañana.

—¡Greta! —la voz de Greeicy cortó el aire como un látigo.

Greta alzó la mirada, fingiendo sorpresa.

—Uy, qué genio. ¿Pasa algo con tu nueva familia?

Greeicy avanzó, firme, con la espalda recta, los ojos inyectados de furia.

—No te hagas la inocente. Sé que fuiste tú. Tú y tu veneno escondido detrás de perfiles falsos y rumores. ¿Qué tanto querías? ¿Dañarme? ¿Acaso no fueron ustedes quienes me lanzaron a los brazos de los Montenegro?

Greta dejó lentamente la taza sobre la mesa, y su sonrisa se transformó en un gesto frío.

—Te estás volviendo paranoica, querida. Yo no tengo tiempo para andar inventando chismes.

—¡Tú misma dijiste que “ese lugar era tuyo”! —espetó Greeicy, señalándola—. Pero se te olvida que yo fui la primera que se negó a casarse con Dylan. ¡A mí me obligaron! ¡Y tú… ni siquiera fuiste considerada!

Greta se puso de pie de un salto, temblando de rabia.

—¡Cállate! ¡Tú no sabes nada!

—¡Sé que esto es pura envidia! —continuó Greeicy, acercándose cara a cara—. Me odias porque no todo era como creías, quieres toda la atención que tengo en estos momentos.

—¡¿Pero qué está pasando aquí?! —La voz de Amalia retumbó desde el salón.

Entró con el paso elegante y la lengua afilada.

—¡Otra vez tú, Greeicy! ¿No les basta con meterse en nuestra familia, ahora también vienes a hacer escándalos?

—No vine a molestar a nadie —respondió Greeicy, manteniéndose firme—. Vine a decirle a su hija que deje de jugar sucio. Y a usted, señora Amalia, que ya no me intimida.

Amalia frunció los labios.

—Tú no tienes ni idea con quién te estás metiendo. Te falta clase, te falta educación… y te falta apellido.

Greeicy se rio con ironía, acercándose sin miedo.

—¿Y a usted qué le falta, Amalia? ¿Amor? ¿Respeto? ¿Un marido que la vea como mujer?

—¡Cuidado con lo que dices! —espetó Amalia, ofendida.

—Dígale a mi padre que deje de esconderse en su oficina… ¡Ah, no! Olvídelo, yo misma se lo diré.

Justo en ese momento, la puerta se abrió y Aníbal Suárez apareció. Alto, imponente, con ese semblante que hacía temblar a directores de banco y jueces. Su sola presencia hizo que el aire se cortara.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí?

Las tres se giraron. Greta tragó saliva. Amalia enmudeció. Y Greeicy lo enfrentó sin parpadear.

—Vine a hablar con tus “mujeres”, papá. Porque parece que nadie las controla. Y si tú no lo haces, lo haré yo.

Aníbal alzó una ceja.

—Modera el tono, Greeicy.

—¿Ah, sí? ¿Y quién va a moderar a ellas? ¿A la que se la pasa insultándome? ¿O a tu hija que inventa rumores para difamarme? ¿O a tu esposa frustrada que me odia por algo que ni siquiera tengo?

—¡Eres una insolente! —gritó Amalia.

—No, señora. Soy honesta. Y lo que le duele… es que su marido ya no la ama. ¿Verdad?

El silencio fue sepulcral.

Greta apretó los puños. Amalia se quedó sin palabras. Aníbal inspiró con fuerza, sin decir nada por un largo segundo.

—Esto se acabó —dijo finalmente, tajante—. No necesito más discusiones dentro de esta casa. Greeicy, ve a la mansión Montenegro. Ahora.

Greeicy se giró sin más, digna y furiosa.

—Con gusto. Pero dile a tu esposa e hija… que se controlen.
Greeicy dio media vuelta y se fue, pero no. Ala mansión, llegó al penthouse de su madre. Llevaba el rostro tenso, los ojos húmedos, y las manos temblorosas de rabia mal contenida. Juana abrió la puerta antes de que siquiera tocara.

—¡Hija! —exclamó, envolviéndola en un abrazo inmediato—. ¡Estás aquí!

Greeicy, por primera vez en el día, se permitió quebrarse un poco. Se hundió en el abrazo de su madre como un puerto seguro. Respiró hondo y cerró los ojos.

—Discutí con Greta… y con esa arpía de Amalia. Sabía que esas noticias venían de ellas. Son veneno, mamá. Me quieren destruir solo por existir.

Juana la llevó al sofá con suavidad, acariciándole el cabello como cuando era niña.




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