El Ceo necesita una esposa

Capitulo 23

La brisa de la tarde se colaba por los ventanales del ala este de la mansión Montenegro, removiendo levemente las cortinas de lino y esparciendo el aroma de los rosales recién regados. El cielo estaba teñido de naranjas y rosados, como si también quisiera ser testigo de algo que estaba por suceder. Afuera, el jardín brillaba con una luz dorada que hacía relucir cada hoja, cada pétalo, como si la casa misma respirara con expectación.

Dylan la había seguido con la mirada durante toda la tarde. Greeicy no había dicho una sola palabra desde que bajaron del auto y entraron a la casa. Caminaba con el porte altivo que usaba como escudo, con la barbilla elevada, los hombros firmes. No miraba atrás. No lo miraba a él. Cada paso de ella era una herida muda en su orgullo.

Él no podía más.

—Greeicy —dijo con voz firme, casi áspera, mientras aceleraba el paso y la acorralaba suavemente en uno de los pasillos solitarios de la mansión, justo al lado del gran ventanal que daba al jardín lateral—. Ya basta. No quiero que sigas molesta conmigo.

El pasillo estaba bañado por una luz ámbar, filtrada entre las hojas del sauce del jardín. La atmósfera se volvió espesa, como si hasta el aire se negara a salir de allí sin una verdad dicha.

Ella giró lentamente el rostro. Su expresión era serena, pulida, impenetrable. Pero sus ojos aún guardaban esa chispa gélida del desdén. Lo miró sin miedo, pero también sin calidez.

—No estoy molesta, Montenegro —respondió con un tono plano, casi automático, como quien recita una mentira ensayada—. Ya te lo dije.

—No me mientas —susurró él, acercándose un paso más. La diferencia de estatura entre ambos se volvió una tensión física, un campo magnético contenido. Ella no retrocedió, pero bajó la mirada por primera vez en toda la tarde. Dylan alzó una mano con suavidad, sin brusquedad, y le apartó un mechón rebelde que caía sobre su frente—. Te vi… Me estás evitando.

Greeicy tragó saliva. Respiró hondo, buscando fuerzas para no flaquear. Pero la cercanía de Dylan, su aroma masculino, entre madera y menta, su voz ronca y su respiración tibia sobre su piel… Todo era una amenaza contra la fortaleza que intentaba mantener. Era como estar frente a una tormenta que le ofrecía refugio y peligro al mismo tiempo.

—No te estoy evitando —insistió, cruzándose de brazos en un intento por recuperar el control—. Solo estoy siendo… lógica. Nuestro matrimonio es un contrato. Lo firmamos por conveniencia, ¿recuerdas?

Dylan suspiró, dolido por sus palabras. Bajó la mirada por un segundo y luego la sostuvo con más fuerza, como si necesitara llegar a su verdad, esa que ella se empeñaba en enterrar bajo frases vacías.

—Lo recuerdo. Pero eso no significa que puedas fingir que no te importa nada —su voz bajó un tono, como un rugido contenido—. Greeicy… lo de esa mañana… cuando desperté de esa pesadilla… No debí tratarte así. Te hablé como si tú tuvieras la culpa de todo, y no la tienes.

Ella se quedó en silencio, pero algo en sus facciones se ablandó. Ya no había desdén, ni frialdad. Solo un cansancio emocional que pesaba más que cualquier enojo.

—Es difícil para mí —continuó él, sin esconder la grieta en su voz—. Ver a mi hija así… en esa silla de ruedas. Saber que algo pasó y no poder recordar cada detalle... Es como tener un nudo en la garganta todo el tiempo. Me siento atrapado en una pesadilla que no termina.

Greeicy alzó lentamente la mirada. Por primera vez, sus ojos se humedecieron sin rencor, sino con empatía silenciosa. Una compasión que no se gritaba, pero que dolía en los huesos.

—No tienes que disculparte, Dylan —susurró al fin—. Yo entiendo. Te entiendo más de lo que tú crees. Y no estoy molesta...

Él esbozó una sonrisa rota, llena de ironía y alivio.

—No debería de importarme si estás o no estás molesta conmigo, ¿cierto?

Greicy arqueó una ceja, ladeando apenas los labios.

—¿Estás admitiendo que te importo? —susurró ella, con una sonrisa burlona y contenida, como si la palabra “importar” fuese un delito.

Dylan la miró, completamente atrapado en sus palabras, en su brillo desafiante. Algo dentro de él, algo visceral y antiguo, rugía por acercarse más.

Dio un paso. Otro.

Y quedaron a centímetros.

Su mirada descendió lentamente hacia los labios de ella, apenas entreabiertos. Su respiración era un vaivén irregular que se mezclaba con la de él. Estaban tan cerca que el mundo pareció detenerse. Ya no había contratos, ni apellidos, ni heridas. Solo ese momento. Ese vértigo. Esa hambre de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.

—¿Estás segura de que estás bien… conmigo? —preguntó él en voz baja, como si de la respuesta dependiera el resto de su historia.

Ella sostuvo su mirada con un brillo tembloroso.

—¿De qué te sirve si estamos bien o mal, si esto solo es un contrato?

Dylan no respondió.

Solo la miró.

Largo.

Profundo.

Como si con esa mirada quisiera romper todas las cláusulas, borrar todas las condiciones, y escribir un nuevo comienzo con la yema de sus dedos.

Se inclinó… despacio.

Muy despacio.

Los labios de ambos se rozaron apenas. Un roce tímido, casi inexistente, pero bastó para que los dos contuvieran el aliento. Un suspiro tembló entre ellos. El aire se volvió denso, cargado de todo lo que aún no se decían.

Y justo en ese instante...

—¡¿Qué hacen ustedes dos ahí tan juntitos?! —exclamó una voz detrás de ellos, repleta de picardía y risa contenida.

Greeicy dio un pequeño respingo y Dylan se apartó tan rápido como pudo, como si hubiera sido sorprendido robando un tesoro prohibido. Ambos voltearon al unísono y vieron a Valentina de pie junto a Irene. Las dos con sonrisas amplias, como si acabaran de descubrir un secreto familiar jugoso.

—Solo... estaba ayudándola con un... cabello que tenía en el abrigo —dijo Dylan, fingiendo una calma que claramente no sentía mientras se aclaraba la garganta.




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