El Ceo necesita una esposa

Capitulo 24

El atardecer se había convertido en un espectáculo digno de ser pintado. El cielo, en un degradé de fucsias y dorados, abrazaba los jardines de la mansión Montenegro con una calidez suave, casi mágica. Las hojas de los árboles danzaban con la brisa vespertina, y el murmullo de las fuentes le agregaba música al ambiente.

Greeicy empujaba suavemente la silla de ruedas de Valentina por el sendero de piedra, sonriendo al verla mirar todo con entusiasmo. Llevaban consigo una pequeña mesa plegable, pinceles, papeles y una caja de acuarelas. Valentina había insistido en que esa tarde quería pintar “el cielo más bonito del mundo” y su madre postiza no se había negado.

Lo que no esperaban, era que Dylan apareciera también.

—¿Van a pintar sin mí? —preguntó con fingido reproche mientras caminaba hacia ellas con las manos en los bolsillos, su camisa blanca remangada y el cabello ligeramente alborotado por el viento.

Greeicy lo miró con desconfianza, pero una parte de ella —la más traidora— se alegró de verlo.

—No sabíamos que querías unirte —respondió con tono neutral.

—Claro que quiero. Ustedes dos son mis artistas favoritas —dijo acercándose y agachándose frente a Valentina—. ¿Me dejas ver lo que pintas?

La niña asintió emocionada y señaló hacia el cielo.

—Voy a pintar eso. Mira, ¡parece fuego suave! —explicó con los ojos brillantes.

Dylan sonrió. Luego buscó una manta y se sentó en la hierba, con los brazos estirados hacia atrás, observándolas. Greeicy colocó la mesa y comenzó a preparar las pinturas junto a Valentina. Sus movimientos eran tranquilos, pero la tensión latente entre ella y Dylan aún flotaba en el aire como una electricidad silenciosa.

Valentina tomó un pincel, lo mojó en agua y empezó a mezclar los colores. Greeicy se acomodó a su lado, y por un instante, el mundo fue solo eso: dos tesoros pintando el atardecer.

Hasta que Dylan decidió intervenir.

—Ese sol está muy tímido —dijo mientras se acercaba sigilosamente por detrás y, con una sonrisa traviesa, mojó un dedo en acuarela naranja y le pintó una raya en la mejilla a Valentina—. Ahora tú eres el sol.

La niña soltó una carcajada aguda.

—¡Papá!

—¡Ey! —reclamó Greeicy, indignada pero divertida—. ¡Estás arruinando su obra!

—Estoy ayudando con la inspiración visual —se defendió él, tomando otro poco de pintura y acercándose peligrosamente a Greeicy.

Ella retrocedió de inmediato.

—Ni lo intentes, Montenegro.

—¿Estás segura? —preguntó él, con una ceja alzada, como si acabara de iniciar una guerra que solo él sabía cómo ganar.

—Dylan, no juegues con fuego.

Pero ya era tarde. Él extendió la mano para tocarle la mejilla y ella, rápida como un reflejo, mojó su propio dedo en azul cobalto y se lo estampó en la frente con una risa burlona.

—¡Eso te pasa por atrevido!

—¡Greeicy! —protestó, entre risas—. Esto es traición.

—Es defensa propia —respondió ella, y se alejó medio metro con los pinceles aún en la mano.

La risa de Valentina resonaba como campanillas felices.

—¡Píntale más, Grey! ¡Ganale!

Dylan, sin rendirse, se acercó de nuevo. Pero Greeicy ya estaba lista. Agachada, preparada, le estampó una línea de verde en la mejilla. Solo que, en el impulso de evadir su contraataque, Dylan tropezó ligeramente, y al intentar sujetarla para no perder el equilibrio, ambos cayeron sobre la hierba, rodando entre risas.

Ella terminó sobre él.

La risa se detuvo.

La respiración de ambos se mezcló, agitada, con la del viento y el perfume de la hierba. Las manos de Dylan la sostenían por la cintura y los ojos de Greeicy se clavaron en los suyos. Su cuerpo, suspendido sobre el de él, era un recuerdo vivo de todo lo que estaban evitando.

La risa se transformó en vértigo.

—Dylan... —susurró ella, intentando levantarse, pero él la sujetó con firmeza, apretándola suavemente contra su pecho.

—No vas a escapar tan fácil —murmuró, ronco, con la mirada fija en sus labios.

Ella tragó saliva.

—Suelta… —pidió, pero su voz carecía de fuerza.

—No.

—Dylan…

—Somos esposos. Técnicamente esto no rompe ninguna cláusula —añadió, sonriendo apenas, provocador.

—Voy a pintarte la cara entera si no me sueltas —le advirtió, medio jadeando, medio riendo.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo.

—¡Papá! —gritó Valentina desde unos metros, entre carcajadas—. ¡Se ven lindos así!

Greeicy giró el rostro, apenada. La niña tenía las manos cubiertas de pintura y los ojos brillando de emoción.

—¡Te dije que eran el sol y el cielo! ¡Ahora están juntos!

Dylan rió entre dientes.

—¿Viste? Mi hija aprueba.

—¡Dylan! —Greeicy le dio un manotazo suave en el hombro—.Y tú —le habló a Valentina—, ¡eres una cómplice!

Valentina alzó las manos, como si se rindiera.

—¡No es mi culpa que se vean tan bonitos juntos!

Greeicy forcejeó hasta que logró levantarse, resoplando como quien intenta no dejar que el corazón se le escape por la boca. Se alisó la ropa, se limpió las manos con un pañuelo húmedo y trató de recomponerse.

Dylan se quedó un segundo más tendido sobre la hierba, con el rostro marcado de colores y una sonrisa idiota en los labios.

—No vuelvas a hacer eso —le dijo ella, con el tono más serio que pudo lograr.

—¿Qué? ¿Caerme contigo encima?

—Eres un...

—Greeicy. Me gusta jugar contigo. Y tú también lo estás haciendo, aunque no lo admitas.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Dylan Montenegro, si sigues así, te vas a meter en problemas.

—Qué suerte la mía. Me encantan los problemas.

Valentina volvió a reír con fuerza.

—¡Se ven como una comedia romántica! ¡De esas que terminan con beso!

—¡Valentina! —exclamaron los dos al unísono, entre vergüenza y risa.

Y la tarde siguió cayendo. Las sombras se alargaban, el cielo se tornaba más profundo. Pero en ese rincón del jardín, entre acuarelas, risas y corazones que se resistían a sanar, algo había cambiado.




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