El Ceo necesita una esposa

Capitulo 27

Cuando cayó la noche, la ciudad parecía rendirse ante el brillo del evento. Las luces de los rascacielos parpadeaban como si quisieran competir con el resplandor de los flashes. Limosinas llegaban en cadena frente al Grand Royal Hotel. Fotógrafos se alineaban a ambos lados de la alfombra roja, sus lentes atentos a cada movimiento. El aire olía a perfume caro, a tensión y veneno.

Cada invitado descendía de su vehículo con la elegancia medida y ensayada que solo las esferas más altas podían fingir con naturalidad. Las cámaras capturaban cada pestañeo, cada joya, cada roce de seda sobre piel. Era más que una gala benéfica. Era el campo de batalla del poder disfrazado de glamour.

En la mansión Montenegro, Greeicy se miraba al espejo con una mezcla de nerviosismo y control. La peinadora deslizaba con delicadeza los dedos por su peinado, ajustando el último broche con piedras de zafiro incrustadas. Su cabello, recogido en un moño bajo y pulido, dejaba al descubierto el cuello largo y elegante que el escote halter del vestido verde jade enmarcaba como una obra de arte.

El vestido caía como una segunda piel, delineando su figura con precisión y gracia. La tela, delicada y vibrante, brillaba suavemente con cada movimiento. Los zarcillos colgaban apenas, balanceándose con ritmo sutil. Su maquillaje resaltaba el color de sus ojos, y sus labios, en tono rosa profundo, parecían esculpidos para ser besados.

Dylan la observaba desde la puerta, ya listo, con su esmoquin negro de corte italiano perfectamente entallado. La camisa blanca relucía bajo el chaleco de satén, y la pajarita oscura le daba el toque final a esa imagen de poder sin esfuerzo. Su reloj de oro y los zapatos relucientes completaban el conjunto.

—Dios mío… —susurró él, como si las palabras se escaparan solas.

Greeicy se giró, esbozando una sonrisa leve, casi vulnerable.

—¿Demasiado?

Dylan tragó saliva y se acercó, como si estuviera ante un arte que no debía tocar.

—Demasiado perfecta. Me vas a meter en problemas esta noche.

Ella rió suavemente, bajando la mirada.

—Yo solo sigo órdenes. Tu madre fue muy específica.

—Pues debo agradecerle —dijo él, con voz baja, alzando su mano para tomar la de ella—. Esta noche vas a ser la mujer más hermosa de ese salón.

Greeicy lo miró un segundo más de lo necesario. En sus pupilas brillaba algo que no se atrevía a definir. Luego apartó la mirada, conteniendo eso que ardía en su pecho.

—Actúas muy bien —murmuró, sin sarcasmo.

—¿Qué te hace pensar que estoy actuando?

La intensidad en la voz de Dylan la hizo tambalear. Lo miró directamente, buscando alguna señal de burla, alguna fisura. Pero solo encontró honestidad y algo más… peligroso.

Ella bajó la vista, insegura.

—Vamos. Es hora de representar… —dijo Dylan finalmente, viendo que Greeicy no encontraba respuesta.

Le ofreció el brazo. Ella lo tomó con elegancia, como si fueran la encarnación misma del poder. Salieron juntos de la suite, como una pareja real, ajenos al torbellino que estaban a punto de desatar.

Mientras tanto, en la mansión Suárez, el ambiente era muy diferente. En la habitación principal, Greta giraba frente al espejo de cuerpo completo, ataviada con un vestido rojo escarlata de corte sirena. Las mangas caían como llamas de gasa, y una abertura lateral dejaba ver su pierna en cada paso. El escote profundo se adornaba con un collar de diamantes que pertenecía a su madre.

—Este vestido es un escándalo, Greta —murmuró Amalia desde el tocador, mientras se aplicaba un delineado perfecto—. Pero te queda como si hubiera sido cosido directamente sobre tu piel.

—Ese era el punto —replicó Greta con una sonrisa torcida, admirando su figura—. Si Greeicy piensa que va a brillar esta noche, se va a llevar una sorpresa.

Amalia asintió, aunque su rostro estaba tenso.

—¿Seguro que no quieres algo más discreto? No quiero que Aníbal te empiece a recriminar desde antes de bajar del auto.

—Discreción es para las perdedoras —soltó Greta, lanzando un beso al espejo.

En ese momento, la puerta se abrió con fuerza. Aníbal entró con su bastón de madera noble golpeando el mármol con eco.

—¿Piensan bajar esta noche o están esperando que la prensa se canse de esperar?

Amalia se giró con un gesto molesto.

—Nos estamos terminando de arreglar, Aníbal.

—Llevan dos horas en eso. El evento no es un carnaval —gruñó él, mirando a Greta de arriba abajo—. ¿Y tú? ¿Eso es lo que vas a ponerte?

Greta cruzó los brazos, desafiante.

—¿Qué tiene de malo?

—Todo. No vas a provocar un escándalo delante de Arturo de la Vega. Este evento no es para provocar envidias ni enemigas. Es para asegurar alianzas.

—Pues entonces deberían invitar a monjas, no a mujeres con personalidad —replicó ella.

—Greta —intervino Amalia en voz baja, tensa.

Aníbal exhaló, cansado.

—Solo les pido una cosa. Comportamiento. Porque si hacen el ridículo, no solo se arrastrarán ustedes… arrastrarán el apellido Suárez.

Y sin decir más, salió del cuarto, dejando tras de sí un silencio pesado.

—¿Te das cuenta que se ha vuelto mas amargado desde que se casó Greeicy? —masculló Greta—. Igual van a hablar de mí esta noche… y no precisamente mal.

Amalia se miró al espejo y suspiró. Había aprendido a no discutir. Pero algo dentro de ella le decía que esa noche traería más que solo flashes y champán.

En un punto intermedio de la ciudad, Juana se abrochaba el cinturón tras subir a un taxi. Juana, con su cabello suelto cayendo en ondas suaves sobre sus hombros, vestía un elegante vestido color marfil con detalles en dorado tenue. En sus labios se dibujaba una determinación tranquila.

—A la mansión Montenegro, por favor.

El conductor asintió mientras arrancaba.

Juana miró por la ventanilla. Sabía que no era una Montenegro, pero esta noche caminaba como si lo fuera. Porque no iba por sí misma. Iba por Greeicy, para que no entrara sola en un lugar donde muchos esperaban verla tropezar.




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