El Ceo necesita una esposa

Capitulo 30

El salón del Grand Royal seguía brillando bajo su lluvia de luces doradas, el murmullo de los invitados creciendo y menguando como un mar caprichoso. Pero para Greeicy, la noche había cambiado de ritmo. Tras el intercambio con Greta, decidió retirarse con Valentina y Dylan a casa. La música y el calor de las miradas curiosas aún se sentía sobre su espalda como brasas encendidas.

En el auto. Valentina, con el lazo azul de su vestido jugando como una nota tierna contra el ambiente cargado de perfumes caros, descansaba tranquila, apoyada en el hombro de Greeicy. Dylan se mantenía a su lado, protector y callado, como una sombra sólida entre tanto brillo.

Pero no todos encontraron la calma esa noche.

En el corazón de la fiesta, Juana seguía observando con atención. Su vestido, elegante pero sobrio, parecía absorber la luz en lugar de devolverla. Había aceptado la invitación por Greeicy, no por ella. Su lugar en aquella gala era incómodo, casi como si caminara sobre un suelo de cristal que podía romperse con un solo rumor. Y sin embargo, había soportado las miradas, los cuchicheos y hasta las atenciones.

Lo que no había esperado era verlo a él.

Aníbal Suárez había llegado con su porte habitual, con ese traje perfectamente cortado que siempre había sabido llevar como armadura. Pero la noche avanzó, y con cada copa de champán, con cada vaso de whisky, la compostura se fue resquebrajando. Sus ojos se nublaron, su risa se volvió áspera, y su andar, torpe. Los invitados comenzaron a notarlo; primero en sus sonrisas incómodas, después en los comentarios velados.

Juana, desde la distancia, lo observaba con esa mezcla de fastidio y ternura que solo se siente por un hombre al que se amó demasiado. Cuando lo vio tropezar en la alfombra, cuando lo escuchó alzar la voz más de la cuenta en un comentario sin sentido, no dudó. La decisión fue instintiva, como tantas otras veces en el pasado: ella lo salvaría del ridículo.

Se acercó, sujetó su brazo con firmeza y lo miró a los ojos con autoridad.

—Vamos, Aníbal. Es hora de irse.

Él la miró como un hombre perdido en un laberinto, y entre el olor penetrante del alcohol y la confusión en su mirada, logró reconocerla.

—¿Juana? —su voz salió ronca, quebrada por el licor—. ¿Eres tú…?

Ella asintió con un gesto seco. No había espacio para ternuras en medio de aquella multitud.

—Sí, soy yo, quien más. Vamos, levántate. —Lo tomó con más fuerza y, ante la sorpresa de algunos invitados, lo condujo fuera del salón.

Los murmullos crecieron a sus espaldas. El aire fresco de la noche les golpeó en el rostro cuando cruzaron las puertas del hotel. Afuera, las luces de la ciudad parecían otro universo, más real, más crudo. Juana pidió discretamente un coche privado y, con la ayuda del chofer, acomodó a Aníbal en el asiento trasero.

Durante el trayecto, el silencio fue pesado. El motor vibraba, las luces de los semáforos se reflejaban en las ventanas, y el cuerpo de Aníbal se recargaba contra ella, como si volviera a ser aquel joven de años atrás, aquel hombre que en noches de cansancio buscaba su hombro como refugio. Juana miraba por la ventana, luchando contra la avalancha de recuerdos que el simple peso de su cuerpo despertaba.

Cuando llegaron a su apartamento, las cosas se tornaron aún más íntimas. Juana lo ayudó a subir los pocos escalones, y cada roce, cada jadeo de esfuerzo de él, era un recordatorio de la fragilidad que el tiempo y los errores habían traído. Abrió la puerta, encendió una lámpara de mesa, y la penumbra del apartamento se tiñó de un resplandor dorado, cálido, acogedor.

El olor a madera y a lavanda impregnaba el lugar. Era su refugio, pequeño pero cuidado, lleno de detalles femeninos: cortinas de lino claras, fotografías enmarcadas, plantas en rincones estratégicos. Aníbal se detuvo un instante, tambaleante, y dejó escapar un suspiro cargado de nostalgia.

—Tu casa… huele como tú.

Juana no respondió. Lo guió hasta el sofá primero, pero luego, al verlo demasiado vencido, decidió llevarlo al dormitorio. Él tropezaba con sus propios pasos, y sin embargo, mantenía la mirada fija en ella, como si temiera que se desvaneciera.

Al llegar, Juana le ayudó a quitarse la chaqueta y los zapatos. El olor del alcohol era penetrante, pero debajo de eso aún estaba el aroma familiar de su colonia, esa mezcla de madera y especias que siempre le había gustado. Lo recostó en la cama, acomodó las sábanas sobre su cuerpo y suspiró con cansancio.

Entonces, la voz de Aníbal, ronca y vulnerable, rompió el silencio.

—Perdóname, Juana.

Ella se quedó quieta, con la sábana aún entre sus manos.

—¿Perdonarte? —preguntó en voz baja, casi sin mirarlo.

—Sí… por todo. Por haber sido un idiota, por dejarte, por… por no haber tenido el valor de quedarme contigo. —Sus ojos, enrojecidos, la buscaron con desesperación—. Te lo juro, nunca te olvidé. Nunca.

Juana tragó saliva. Su corazón comenzó a golpear con fuerza, como si quisiera romper las paredes de su pecho. Pero no permitió que sus emociones se reflejaran en su rostro.

—Estás ebrio, Aníbal. No sabes lo que dices.

Él levantó una mano temblorosa y rozó la suya. Ese gesto, simple y torpe, fue como abrir un baúl de recuerdos que había jurado mantener cerrado.

—Te pido… una oportunidad. Solo una. Déjame… déjame intentarlo otra vez.

Las lágrimas amenazaron con subir a los ojos de Juana, pero se obligó a mantener la calma. Se inclinó hacia él, le acomodó la almohada, y con voz firme respondió:

—Duerme. Mañana hablaremos.

Él quiso decir algo más, pero el cansancio y el alcohol lo vencieron. Sus párpados cayeron pesados, su respiración se volvió profunda y acompasada. En cuestión de minutos, Aníbal dormía, con la expresión relajada, casi juvenil, como si el tiempo se hubiera detenido y volviera a ser aquel hombre que una vez le prometió el mundo.

Juana se quedó allí, de pie, observándolo. El silencio del apartamento era absoluto, roto solo por el sonido lejano del tráfico nocturno. La lámpara derramaba un halo dorado sobre el rostro de Aníbal, suavizando las arrugas, borrando las huellas de los años.




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