El Ceo necesita una esposa

Capitulo 34

La mansión Montenegro había recuperado su calma después de la cena, pero esa calma era engañosa. El eco de las palabras, las miradas punzantes y los gestos disimulados de la velada aún flotaban en el aire como humo invisible.

Greeicy caminaba con paso firme hacia la habitación principal, el vestido aún ceñido a su silueta, sus tacones golpeando suavemente el mármol en un compás que revelaba su impaciencia. No había dicho ni una palabra desde que las puertas se cerraron tras la salida de su familia. Ni siquiera cuando Dylan intentó rozar su brazo para detenerla antes de subir las escaleras.

En su pecho, una mezcla de rabia y tristeza ardía como fuego contenido. No era tanto lo que Greta había hecho, sino lo que Dylan no había hecho. Defenderla en la mesa había sido un gesto poderoso, sí, pero permitir que esa mujer se acercara tanto, que le dejara ese beso calculado en la mejilla y que él no lo frenara, no lo cortara en seco, la había herido en lo más íntimo.

Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí con un chasquido seco. El dormitorio estaba iluminado solo por la lámpara de la mesilla de noche, que bañaba la estancia en un resplandor cálido y dorado. El aire olía a la mezcla de madera pulida y el perfume de las flores que siempre había en un jarrón sobre la cómoda.

Greeicy se dejó caer en la butaca cercana a la ventana, cruzó los brazos y clavó la mirada en la nada, mientras su respiración se agitaba poco a poco.

Dylan entró unos minutos después, cerrando la puerta con cuidado, como si temiera que cualquier movimiento brusco rompiera el frágil equilibrio que había entre ellos. Su porte seguía siendo imponente, el traje perfectamente ajustado, la corbata un poco floja después de la cena. La tensión en sus hombros era evidente, pero aún más lo era la firmeza en sus ojos, que no se apartaban de ella.

—Greeicy, ¿pasa algo?… —empezó con voz grave, buscando acercarse.

Ella levantó la mano, interrumpiéndolo sin mirarlo.

—No te acerques. —La palabra sonó como un látigo—. No quiero seguir oliendo ese perfume asqueroso.

—¿Qué? —susurro confundido.

—¿Te haces el tonto? —su voz tembló de rabia contenida—. Faltó nada para que Greta te besara en la boca, ¿y pregunta qué?

Dylan se quedó mirándola fijamente, eso era un reclamo que olía a celos, y en su interior brillo algo poderoso. Sí, Greeicy estaba celosa y eso era emocionante.

—No sé con qué intención lo hizo, pero no volverá a acercarse. No lo voy a permitir, ¿Está bien? —susurro curvando sus labios.

—¡Ya lo echo está! —alzando la voz, sus ojos finalmente se encontraron—. ¿No te das cuenta de lo que significa? Greta no lo hizo por cortesía, Dylan. Lo hizo para humillarme, para dejar claro que puede acercarse a ti cuando quiera. Y tú… —se le quebró la voz—. Tú se lo permitiste, no le pusiste un alto.

El silencio cayó entre ellos, denso, como una tormenta a punto de estallar. Dylan respiró hondo, inclinándose hacia ella.

—Te equivocas si crees que lo permití —dijo con firmeza—. No lo busqué, no lo quise, y no volverá a pasar.

Greeicy se levantó de la butaca con un movimiento brusco, apartándose de él. Caminó hacia la cama y se dejó caer de espaldas, cubriéndose los ojos con las manos.

—No entiendes, Dylan… Yo no quiero que nada de lo que venga de esas mujeres entre en esta casa. Y mucho menos que te toquen. —Su voz estaba cargada de vulnerabilidad.

Él la observó unos segundos, la respiración lenta, los puños relajándose poco a poco. Después, se inclinó y, en un movimiento rápido, la tomó de la cintura. Greeicy soltó un jadeo de sorpresa cuando sintió cómo su cuerpo era elevado y colocado sobre él, sentado en la cama. Quedó de rodillas, atrapada entre sus brazos, con el corazón desbocado.

—¡Dylan! —exclamó, forcejeando un poco—. ¡Suéltame!

Él no la soltó. Su mirada ardía, intensa, clavada en la de ella.

—Deja de huir de mí, Greeicy.

Su respiración se mezclaba con la de ella, tan cerca que podía sentir el calor de su aliento. Y entonces, sin intención, sin plan, sucedió: sus labios se rozaron. Apenas un instante, un roce breve, como una chispa que incendia la oscuridad.

Greeicy se apartó de inmediato, poniéndose de pie con un salto, el rostro encendido de sorpresa y rabia.

—¡No vuelvas a hacer eso! —dijo con voz firme, aunque su respiración agitada la traicionaba—. Y ya está… te perdono, pero no lo vuelvas a hacer.

Dylan la observó en silencio, sus labios curvándose lentamente en una sonrisa apenas perceptible. No era burla, era algo más profundo: satisfacción, alivio, quizá la certeza de que, aunque ella intentara ocultarlo, esa chispa había dejado una huella.

Ella dio media vuelta y caminó hacia el baño, cerrando la puerta tras de sí con un golpe suave.

Dylan se quedó sentado en la cama, dejando escapar un suspiro cargado de emociones. Luego se pasó una mano por el rostro y se permitió sonreír de nuevo.

—Esa mujer me va a volver loco… —murmuró para sí, dejando caer la espalda sobre el colchón.

El murmullo del agua comenzó a escucharse desde el baño, y con él, la imagen de Greeicy se le apareció más vívida que nunca.

Al otro lado de la ciudad

Mientras tanto, en la mansión Suárez, la noche no era menos intensa. Greta y Amalia habían regresado juntas a su habitación, donde la lámpara de pie arrojaba una luz cálida sobre las paredes color marfil.

Greta se dejó caer sobre el diván, aún con el vestido ajustado, y soltó una risa amarga.

—¿Viste la cara de Greeicy cuando me acerqué a Dylan? —preguntó con malicia, estirando las piernas—. Ardía de celos, estoy segura.

Amalia, de pie frente al espejo, se quitaba los pendientes con movimientos lentos y calculados.

—Sí, pero no fue suficiente. Dylan la defendió demasiado fuerte en la mesa. Si seguimos así, la vamos a perder. —Se giró hacia su hija con una mirada fría—. Necesitamos otro plan.




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