El Ceo necesita una esposa

Capitulo 35

La ciudad se desplegaba frente a ellos como un mar de luces doradas que parpadeaban bajo el cielo nocturno. Dylan había aceptado la invitación a un importante evento empresarial, y aunque al principio pensó en ir solo, Elena se aseguró de que Greeicy lo acompañara. “Eres su esposa —le había dicho con su tono que no admitía réplica—. Tu lugar está a su lado.”

Así, días después de aquella cena con los Suárez, ambos viajaban juntos en el coche oficial de la familia Montenegro hacia el hotel más lujoso de la ciudad vecina. La tensión entre ellos había cambiado; seguía allí, sí, pero teñida de algo distinto, algo que los dos habían empezado a sentir desde aquella chispa accidental en la habitación.

El salón principal del hotel era majestuoso: lámparas de cristal colgaban del techo altísimo, lanzando destellos de luz que hacían brillar las copas y la vajilla. Las paredes estaban revestidas de espejos y molduras doradas, y un conjunto de músicos tocaba piezas clásicas que se mezclaban con el murmullo de las conversaciones y las risas.

Greeicy entró del brazo de Dylan. Llevaba un vestido largo color beige que resaltaba el brillo de sus ojos, con la espalda descubierta y una caída elegante que hacía girar cabezas a cada paso. Su cabello, suelto en ondas, parecía derramarse como seda sobre sus hombros.

Dylan, impecable en un traje negro con corbata gris, caminaba con la postura erguida de un rey, pero sus ojos no se despegaban de ella.

—Estás hermosa —murmuró en su oído antes de entrar.

Greeicy sintió un calor subirle por el cuello.

—Lo dices porque lo dices siempre —intentó restarle importancia, aunque sus labios no podían ocultar la sonrisa nerviosa.

—No. —Dylan detuvo su paso por un instante, obligándola a mirarlo—. Lo digo porque esta noche todos van a querer mirarte. Y eso no me gusta nada.

Ella rió suavemente, incrédula.

—¿Acaso estás celoso?

—Mucho. —Su voz era baja, casi ronca, y esa sola palabra le estremeció la piel.

El presentador del evento los recibió con efusividad, anunciando la llegada del joven Montenegro y su esposa. En cuestión de segundos, decenas de miradas se posaron sobre ellos. Greeicy se sintió atravesada por esas miradas: unas de envidia, otras de admiración, algunas incluso de juicio.

—La esposa del Montenegro… —alcanzó a escuchar un murmullo de un grupo de mujeres—. Qué suerte la de ella.

—Dicen que se casaron por contrato —susurró otra, con malicia.

Greeicy apretó el brazo de Dylan, queriendo fingir que no escuchaba. Él, en cambio, la sostuvo con más fuerza, como dejando claro que era suya.

Durante el cóctel, varios hombres se acercaron a saludarlos. Empresarios, jóvenes herederos, socios de distintas compañías. Todos saludaban a Dylan con respeto, pero no podían evitar clavar la vista en Greeicy, recorriéndola de arriba abajo con descaro.

—Un placer conocerla, señora Montenegro —dijo uno de ellos, besándole la mano con más lentitud de la necesaria.

Dylan lo fulminó con la mirada.

—El placer ya fue suficiente. —Su voz, cortante, hizo que el hombre retrocediera con torpeza.

—Dylan… —susurró Greeicy, intentando calmarlo—. No es necesario.

—Sí lo es. —Se inclinó hacia ella, sus labios rozando apenas su oído—. No soporto que te miren así.

Greeicy tragó saliva, el corazón latiendo con fuerza. ¿Era posible que el hombre que siempre parecía tan frío, tan calculador, estuviera perdiendo el control por ella?

La velada continuó entre brindis, discursos y música. Greeicy sonreía con cortesía, respondía con gracia, pero sentía cada segundo el peso de la mirada de Dylan, celosa, protectora, devorándola en silencio.

Al final de la cena, cuando las luces se atenuaron para dar paso al baile, Dylan se acercó a ella y extendió la mano.

—Baila conmigo.

—¿Sigues celoso? —preguntó, provocándolo.

—Ahora no quiero que bailes con nadie más. —Su tono no admitía discusión.

La tomó entre sus brazos y la guió al centro de la pista. La música lenta los envolvió. El cuerpo de Greeicy encajaba con el suyo como si hubieran nacido para ese instante. El perfume de Dylan, mezcla de maderas y especias, le llenaba los sentidos.

—Te están mirando todos… —murmuró ella, nerviosa.

—Que miren. —Sus ojos ardían en los de ella—. Eres mía.

El calor en su pecho se hizo insoportable. Greeicy bajó la mirada, pero Dylan alzó suavemente su barbilla con un dedo, obligándola a sostenerle la mirada. Por un momento, el mundo desapareció. No había música, no había gente alrededor. Solo estaban ellos, respirando el mismo aire, latiendo en el mismo compás.

La noche terminó más tarde de lo esperado. Dylan pidió que no los molestaran; subieron juntos a la suite reservada en el último piso del hotel. La habitación era amplia, decorada con tonos cálidos, con un ventanal enorme que dejaba ver la ciudad iluminada. Una botella de vino ya los esperaba sobre la mesa.

Ambos habían bebido durante la cena, lo suficiente para sentir el calor en la sangre, para que las sonrisas fueran más fáciles y las miradas más largas. Dylan sirvió dos copas y le entregó una a Greeicy.

—Por ti. —Su voz era grave, casi íntima.

Ella levantó su copa, sonriendo tímida.

—Por los celos de Dylan.

Bebieron en silencio, sentados cerca de la ventana. El murmullo lejano de la ciudad llegaba como un eco apagado, y el resplandor de las luces entraba en la habitación, tiñéndola de reflejos dorados.

Greeicy se quitó los tacones y suspiró, estirando las piernas sobre el sofá. Dylan la miró con una intensidad que la hizo estremecer.

—¿Por qué me miras así? —preguntó, intentando sonar ligera.

—Porque no sé cómo no hacerlo.

Ella rió, nerviosa, y bajó la mirada. El vino empezaba a soltarle la lengua, y las emociones acumuladas pedían salida.

—Nunca pensé que yo… que alguien como yo pudiera estar aquí, contigo, en un lugar así. —Su voz tembló apenas.




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