El amanecer entró despacio por las cortinas claras de la habitación de hotel. La luz dorada se filtraba como un susurro, acariciando las sábanas desordenadas, aún impregnadas del calor de la noche anterior. El aire olía a una mezcla de perfume floral —el que Greeicy había usado para el evento— y el tenue aroma a licor que se había impregnado en sus pieles tras los brindis.
Dylan fue el primero en abrir los ojos. No lo hizo con la rigidez habitual del empresario que siempre calculaba el próximo movimiento, sino con una suavidad que rara vez mostraba. Sus brazos todavía envolvían a Greeicy, y la sensación de tenerla tan cerca, con el rostro descansando sobre su pecho, le provocó un calor inesperado en el corazón.
—Buenos días… —murmuró con voz ronca, inclinándose para besar su frente.
Greeicy se removió, apretando un poco más su mejilla contra él, como si quisiera robarle unos minutos más al sueño. No abrió los ojos de inmediato; solo sonrió con esa timidez encantadora que lo volvía loco.
—¿Ya amaneció? —preguntó en un hilo de voz, aún adormilada.
—Sí… —respondió Dylan, acariciándole el cabello—. Y tengo que decirlo: te ves preciosa incluso cuando acabas de despertar.
Ella soltó una risita breve, escondiéndose bajo la sábana. No quería hablar de lo que había pasado la noche anterior. No todavía. Aunque en su corazón sabía que había sido real, que no había sido el efecto del vino ni de la emoción de la gala. Había sido ella, había sido él, había sido el deseo que llevaban conteniéndose durante tanto tiempo.
Dylan, en cambio, no parecía interesado en llenar el silencio con explicaciones; prefería dejar que sus gestos hablaran. Deslizó sus dedos por la espalda desnuda de Greeicy con ternura, como si quisiera memorizar cada curva.
—Quiero que este sea el primero de muchos amaneceres contigo —susurró, casi como una promesa.
Greeicy lo miró un instante, con los ojos brillantes y la respiración contenida. Pero en vez de responder, se levantó despacio de la cama y fue hacia la ventana, arrastrando la sábana que la cubría.
—Necesito una ducha —dijo con voz suave, esquivando la conversación directa.
—Aunque hullas, yo te seguiré, no tienes escapatoria.
—Ya lo sé, Montenegro —Respondio con una sonrisa.
Dylan la observó caminar con esa mezcla de orgullo y deseo, pero también con la certeza de que no debía presionarla. Solo sonrió para sí mismo, recostándose de nuevo en las almohadas.
Más tarde, ya vestidos con la elegancia natural que los caracterizaba, bajaron juntos al restaurante del hotel. El lugar estaba lleno de luz natural, con ventanales que dejaban ver la ciudad aún despertando: cafés abriendo sus puertas, transeúntes apurados y el murmullo del tráfico en aumento.
El aroma del café recién hecho y del pan caliente impregnaba el ambiente. Los meseros se movían con destreza entre las mesas, y más de una mirada se giró cuando la pareja entró. Greeicy llevaba un vestido sencillo, crema, que resaltaba su frescura juvenil, mientras Dylan lucía un traje oscuro, impecable, con la corbata un poco más suelta de lo habitual, lo que le daba un aire relajado y atractivo.
Se sentaron en una mesa junto a la ventana. Greeicy sonrió nerviosa, notando cómo algunas personas los observaban discretamente, e incluso cómo alguien sacaba su teléfono móvil para tomarles fotos.
—Nos están mirando —dijo ella en voz baja, jugando con la servilleta.
Dylan tomó su mano sobre la mesa, apretándola con firmeza.
—Que miren. Déjalos. Quiero que todos sepan que estás conmigo.
Esa frase le encendió las mejillas a Greeicy, pero al mismo tiempo le transmitió seguridad. El mesero llegó, y Dylan pidió café negro y jugo de naranja, mientras ella optó por un capuchino espumoso y frutas frescas.
Durante el desayuno hablaron poco, pero las miradas, las sonrisas y los gestos hablaban por ellos. Dylan le quitó con naturalidad una migaja de pan de la comisura de los labios, y ella no pudo evitar reírse, provocando que más cámaras se levantaran en el salón.
Minutos después, las redes sociales comenzaron a arder. Fotos de ambos desayunando se viralizaron en cuestión de horas. Titulares improvisados como “El romance que nadie esperaba” o “La pareja del momento” se multiplicaban en Instagram y Twitter. El hashtag con sus nombres juntos se posicionaba en tendencia.
—Mira esto —dijo Dylan, mostrándole la pantalla de su celular donde aparecían sus fotos—. Somos noticia otra vez.
—¡Dylan! —protestó ella entre divertida y nerviosa—. Te gusta ser el centro de atención, ¿cierto?
—Demasiado —respondió él con una sonrisa orgullosa, inclinándose para besarla en la mejilla, gesto que arrancó aplausos discretos de una mesa cercana.
El viaje de regreso fue tranquilo. En el avión, Greeicy se acomodó en su hombro y se quedó dormida. Dylan pasó casi todo el trayecto acariciando su mano y observándola con ternura. Sabía que, a pesar de lo vivido, ella necesitaba procesar lo que significaba estar a su lado de forma pública y definitiva.
Al llegar a la mansión, la sorpresa no tardó en aparecer. Elena y Valentina, los esperaban en la entrada. Sus ojos brillaban de emoción, y al verlos bajar del coche, tomados de la mano, no pudo contener las lágrimas.
—¡Por fin! —exclamó, abriendo los brazos para abrazar a Greeicy—. Sabía que esto iba a pasar.
Greeicy, un poco apenada, se dejó envolver por el cariño de la matriarca. Dylan la miraba de reojo, con una sonrisa leve que parecía decir “te lo advertí”.
—No se imaginen lo feliz que me hacen —continuó Elena—. Y ya saben, ¿no? Yo espero pronto otro nieto en esta casa.
—Mamá… —gruñó Dylan, rodando los ojos, aunque divertido.
—¿Y tu qué princesa? ¿No vas a saludar a papá?
—No veo mis regalos —susurro con un puchero.
—Yo si te traje mi regalo, princesa. —Hablo Greeicy con orgullo.
—No lo veo —replico Dylan.
Greeicy saco de su bolso una cajita y se la entregó a Valentina. La niña abrió la caja y era un hermoso collar de plata, con un dije de infinito.