El Ceo necesita una esposa

Capitulo 37

La semana había pasado entre susurros y miradas cómplices. Greeicy ya no era la muchacha nerviosa y a veces grosera que levantaba murallas para ocultar lo que sentía. Dylan había logrado derribar, poco a poco, cada una de esas defensas, y ahora caminaban juntos sin necesidad de esconder nada.

En la ciudad, los flashes no se hacían esperar. Cada vez que salían a algún restaurante, a una reunión o simplemente a recorrer una calle concurrida, las cámaras se levantaban. La diferencia estaba en Dylan: ya no la tomaba de la mano como un gesto forzado para callar rumores, sino con una naturalidad que transmitía orgullo. Su pulgar acariciaba la piel de Greeicy en pequeños gestos que hablaban más que cualquier declaración oficial.

—¿Te incomoda? —le preguntó una tarde, cuando las cámaras los siguieron hasta el estacionamiento del edificio empresarial.

Greeicy negó con la cabeza, apretando su mano un poco más.

—No. De hecho… me gusta. Me hace sentir segura.

Dylan sonrió, y en sus ojos brillaba ese fuego contenido que no necesitaba palabras. La besó en la frente frente a todos, indiferente a los flashes. Fue ese instante el que terminó de arruinar el control emocional de Greta.

Desde la oficina de la empresa Suárez, Greta observaba las noticias con el ceño fruncido y las uñas clavándose en la palma de la mano. El cristal polarizado de su ventana no dejaba ver sus ojos rojos por la rabia.

—¿Cómo es posible…? —murmuró, con la voz cargada de veneno—. Se supone que solo era un contrato, ¿que le vio a esa estúpida?

En su mente repasaba cada intento fallido: sus insinuaciones, sus juegos de poder, la complicidad que en algún momento creyó tener con él. Todo había sido inútil. Greeicy, esa joven que al principio parecía torpe y sin preparación, se había quedado con lo que ella anhelaba: el corazón y el dinero de Dylan.

La frustración le recorría el cuerpo como un veneno ardiente. Tomó la copa de vino que tenía sobre el escritorio y la estrelló contra la pared. El sonido del cristal quebrándose fue un eco de su propio interior.

—Si no me quiere a mí… no la tendrá a ella —sentenció entre dientes, mientras sus ojos brillaban con un plan oscuro que apenas comenzaba a tomar forma.

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Aníbal había comenzado a dejar de lado a Greta en los asuntos de la empresa. Sus juntas, antes constantes, se reducían a lo estrictamente necesario. Ya no confiaba en ella como antes. Se había dado cuenta de su ambición desmedida, de cómo intentaba manipular cada movimiento.

Greta, sintiéndose apartada, reforzaba aún más su odio hacia Greeicy. Si Dylan estaba enamorado, ella lo usaría en su contra. Y Aníbal, ocupado con sus propios tormentos personales, no lo veía venir.

La tarde caía en tonos naranjas sobre la ciudad cuando Aníbal llegó al apartamento de Juana. No tocó con la rigidez de un empresario autoritario, sino con la suavidad de un hombre que buscaba algo más que una conversación. Juana abrió la puerta y se sorprendió al verlo allí, con el rostro cansado pero los ojos encendidos de determinación.

—¿Qué haces aquí, Aníbal? —preguntó ella, conteniendo un suspiro.

—Necesito hablar contigo —respondió, entrando sin esperar invitación.

Juana cerró la puerta tras él, cruzando los brazos. El aroma a café recién hecho impregnaba el ambiente, y el murmullo lejano del tráfico entraba por la ventana entreabierta.

—Si es sobre Greeicy, podías haberme llamado.

—No es sobre Greeicy —dijo él, girándose para mirarla directo a los ojos—. Es sobre nosotros.

Juana sintió un nudo en la garganta.

—Aníbal… no empieces. Ya bastante complicado es todo como para que vengas a revolverlo más.

Él se acercó, acortando la distancia con pasos firmes.

—Dame una oportunidad, Juana.

Ella negó de inmediato, bajando la mirada.

—No voy a ser la amante de nadie —respondió con firmeza, aunque la voz le temblaba.

—No serás amante de nadie porque me voy a divorciar de Amalia —sentenció él, sin titubeos.

Juana lo miró, incrédula, como si no hubiera escuchado bien.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que escuchaste. Ya no tiene sentido seguir con algo muerto. Yo sé que Amalia me es infiel. Hace ya mucho tiempo que no la toco, Juana. Nuestro matrimonio nunca fue real… —se detuvo, tragando saliva—. Lo que quiero contigo no es un capricho, y se que te hice daño, pero quiero estar contigo, quiero vivir contigo.

Juana respiró hondo, sus manos temblaban.

—Aníbal… no me digas esas cosas. No me hagas daño otra vez.

—Yo no quiero hacerte daño, Juana. Te amo. Y me duele saber que te hice sufrir al no dar este paso antes. Al mentirte y amanezarte.

El silencio llenó la sala. Se escuchaba el tic-tac del reloj de pared y el murmullo de las hojas de un árbol movidas por el viento. Juana sintió que las defensas que había construido empezaban a desmoronarse.

—Lo único que te pido… —dijo ella con un hilo de voz— es que no le hagas más daño a tus hijas. Ellas no merecen sufrir por tus decisiones. El odio de Greta por Greeicy es tu culpa también. ¿Crees que es fácil para ella ver cómo se burlona de su madre?

Aníbal bajó la mirada, con los ojos cargados de arrepentimiento.

—Lo sé. Y lo último que quiero es lastimarlas. Pero también necesito ser honesto conmigo. No puedo seguir con una farsa. Tú eres la mujer que amo, Juana. No puedo seguir negándolo.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos. Había luchado tanto por mantenerse firme, por protegerse de un amor que consideraba imposible. Pero en ese instante, la vulnerabilidad y la verdad de Aníbal derribaron su resistencia.

Cuando él extendió los brazos, ella dudó apenas un segundo antes de caer en ellos. Su rostro se hundió en el pecho de él, y el aroma familiar de su colonia la envolvió.

—No sabes cuánto soñé con esto —susurró él, besándole el cabello.

Juana cerró los ojos, dejando que una lágrima rodara por su mejilla.




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