El Ceo necesita una esposa

Capitulo 40

Aquella mañana, todo parecía un decorado a punto de resquebrajarse. Para Greicy, la casa ya no era símbolo de poder, sino un escenario lleno de grietas. Cada puerta crujía como si quisiera revelar secretos.

No había dormido. La noche se le había ido entre llamadas y documentos que Dylan le entregó: un acta de nacimiento, un ingreso hospitalario y una nota arrugada con amenazas. Entre ellos se dibujaba una historia inconclusa, un rompecabezas con una pieza faltante: la conexión directa entre Amalia y el accidente de Roberta Ramírez.

Decidida, entró en la biblioteca. El olor a cuero y papel viejo la envolvió. Extendió las pruebas sobre el escritorio como si fueran confesiones. La convicción era clara: debía seguir.

Llamó a Dylan, quien llegó con la carpeta bajo el brazo y el ceño cansado.

—Tengo que hablar con alguien que conozca la historia de mi padre con esa mujer —dijo Greeicy de golpe—. La vecina mencionó a una mujer alta y elegante rondando la cuadra.

Dylan asintió.

—Tengo un contacto. El hombre que limpia coches en la esquina. Anoche, al ver la foto en el periódico, recordó más de lo que antes quiso contar.

—No recuerda su rostro con claridad, pero el auto era nuevo. Tenía un emblema en la parrilla. Era de gente con dinero.

El detalle golpeó a Greeicy: en el mundo de los poderosos, los detalles eran mapas. Sintió que la pieza encajaba. El corazón le retumbaba. Era momento de enfrentar a su padre, no para hundirlo, sino para mostrarle la verdad y ayudarlo a que se diera cuenta.

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El despacho de Aníbal estaba en silencio. Aníbal permanecía sentado con una taza de té intacta entre las manos. Sus ojos, cansados, se levantaron al ver a Greeicy entrar con los documentos. Ella los colocó sobre la mesa con firmeza.

—Papá… esto es lo que encontramos.

Aníbal tomó las hojas con lentitud. Leyó cada línea como si fueran cuchilladas. Cuando llegó al vacío de veinte minutos en el registro, el gesto le cambió: un amargor le endureció la boca.

—¿Qué puedo hacer con esto? —murmuró sin mirarla.

—Nada por mí. Pero ya no se puede negar: Amalia tuvo que ver con el asesinato de esa mujer.

Aníbal cerró los ojos y apoyó la frente en una mano. El silencio pesó tanto como la confesión.

—Eso significa… Que pudo estar involucrada, le convenía.

Las palabras flotaron, pequeñas y letales.

Greta lo escuchó todo y llegó al salón hecha un vendaval.

—¿Es cierto? —preguntó, mirando a su madre—. ¿Cómo pudiste?

Amalia dejó dejó la copa que tenía en la mano, pero Greta le dio un manotazo. El champán se extendió en un charco dorado.

—Greta, ¿que te pasa?, ¿de qué hablas?

—¡Claro que sabes! —replicó ella, con lágrimas en los ojos—. ¿Quieres que el apellido Suárez quede pisoteado por tus mentiras? ¿Mataste a una mujer para quedarte con papá?

La altivez de Amalia comenzó a quebrarse. Su rostro perdió color y sus manos temblaron.

—¿Quién te dijo eso?…

—Papá tiene pruebas. Greeicy los trajo. ¿Cómo pudiste jugar con vidas, mamá?

Las palabras de Greta fueron un golpe seco. Amalia retrocedió, buscando aire. La súplica le brotó entre dientes.

—Si esto se hace público, me arruinarán. Me llevarán a la cárcel. ¡No puedes permitirlo!

Greta la miró con horror.

—¿Qué quieres que haga? ¿Que cierre los ojos? ¿Que oculte la verdad?

La respuesta de Amalia fue una mirada dura, cargada de súplica y rencor.

—Haz lo que tengas que hacer, pero protégeme. Tú eres mi sangre.

Greta se quedó muda, atrapada entre la lealtad a su madre y el peso de la justicia que se abría paso.

Amalia se encerró en su habitación. Las cortinas corridas bloqueaban la luz del sol y el cuarto olía a perfume caro y al sudor frío del miedo. Llamó a su amante, cuya presencia siempre equilibraba sus decisiones. Su voz al otro lado del teléfono sonó baja e impaciente.

—Vaya, hasta que te acuerdas de mi.

—Tenemos un problema —dijo ella con prisa—.
Tienen pruebas de la muerte de esa estúpida. Si eso llega a la Fiscalía… no habrá salvación para mí.

Hubo un silencio, luego la voz del hombre, afable y peligrosa, la invitó a calma.

—Respira —susurró—. Tú siempre has sabido moverte. Esto no será distinto.

La conversación continuó entre control y urgencia. Amalia necesitaba que su mundo no se desmoronase; quería conservar su imperio de prestigio. Pero en el fondo, la culpabilidad mordía sus tobillos. Su mente, aguda y peligrosa, comenzó a tejer posibilidades, sin explicarlas en voz alta. Conocía su propia capacidad de tramar y protegerse.

En la penumbra, su rostro mostraba una determinación que helaba.

—No permitiré que sepa la verdad y la use para destruir lo que tengo. Tú me ayudarás. Yo no puedo perderlo todo.

—Como siempre, pero está vez te saldrá caro.

En su promesa flotaba algo pesado, una sombra no detallada. Amalia colgó con las manos vacías y el corazón golpeándole en la garganta. Sabía que ya no bastaba negar; alguien había cruzado la línea.




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