El Ceo necesita una esposa

Capitulo 43

El amanecer se filtraba tímido por los ventanales de la mansión Suárez.

Greta bajó la escalera con el ceño fruncido, la bata de seda mal ajustada y el cabello aún desordenado. Sus tacones resonaban en el eco del salón, pero lo que más le llamaba la atención era el detalle innegable: la puerta de la habitación de su madre seguía cerrada, pero vacía. Había entrado de madrugada y el cuarto estaba impecable, sin rastro de su madre.

Greta se dirigió al despacho, donde Aníbal, con la camisa aún sin abotonar y la corbata colgando del cuello, revisaba unos papeles con el gesto endurecido. La lámpara de escritorio iluminaba sus manos, grandes, tensas, como si aferrarse al papel fuera su única defensa.

—Papá —dijo Greta con voz quebrada—. Mamá no está en la mansión. Nadie sabe dónde fue.

Aníbal levantó la mirada lentamente. Sus ojos cansados, enrojecidos por la falta de sueño, se clavaron en los de su hija. Un silencio denso se instaló en la sala antes de que respondiera.

—No me sorprende. Sabía que escaparía.

Greta apretó los labios y se acercó, intentando sonar más firme.

—Papá… ella sigue siendo mi madre. No la juzgues así. Quizás solo… solo necesita tiempo.

La carcajada amarga de Aníbal retumbó en las paredes. Se levantó de golpe, golpeando la mesa con el puño.

—¿Tiempo? ¡Tu madre asesinó a una mujer inocente! —gritó con la voz ronca—. Lo hizo solo para quedarse con el título de señora de esta casa. Una mujer que lo único que buscaba era que yo ayudara a su hijo, a mí hijo. ¡Eso no tiene perdón!

Greta retrocedió, sorprendida por la furia de su padre.

—No puedes hablar así delante de mí —replicó con lágrimas contenidas—. ¡Es mi madre!

—¡Y esa mujer que tu madre atropelló era la madre de tu hermano! —la interrumpió, con la voz rota—. Elías… él debería haber crecido con mi apellido, con mi cuidado. Y en cambio creció odiándome, pensando que yo lo abandoné.

Se llevó las manos al rostro, con un suspiro profundo, derrotado. Luego la miró directo a los ojos.

—Deberías ayudarme, Greta. Ayudarme a que ese muchacho entienda que yo no tuve la culpa. Que no me odie.

Greta lo observó con incredulidad, y de pronto, la rabia la invadió.

—¡¿Ayudarte?! ¿Quieres que acepte que ahora tengo un hermano? ¡Nunca! —le gritó con la voz quebrada, los ojos nublados de lágrimas—. Yo no voy a compartir nada con él, me basta hacerlo con Greeicy, ¿me oíste? ¡Nada!

El silencio posterior fue devastador. Aníbal dio un paso hacia ella, con el rostro endurecido, y su voz sonó como un látigo.

—Esperaba más de ti, Greta. Pero ahora lo veo claro: eres igual que tu madre. Egoísta. Fría. Incapaz de ver más allá de ti misma.

Ella lo miró, con el pecho subiendo y bajando, ofendida y herida. Pero no respondió. Las palabras se le habían quedado atascadas.

Aníbal apartó la mirada, decepcionado, y se dirigió a la puerta del despacho. Antes de salir, añadió con un hilo de voz grave:

—Me avergüenzas.

El portazo resonó en toda la mansión, dejando a Greta sola, temblando entre el orgullo y la culpa.

Mientras tanto, en el apartamento de Juana, Greeicy se preparaba para enfrentar su propio reto. Sentada frente al espejo, peinaba su cabello con manos temblorosas. No era vanidad lo que la movía, sino el deseo de lucir serena, fuerte, cuando en realidad el corazón le latía como un tambor desbocado.

A unos metros, Dylan la observaba en silencio, recostado en el marco de la puerta con un vaso de agua en la mano.

—¿Estás segura de esto? —preguntó con voz grave.

Greeicy asintió, respirando hondo.

—Sí. Él tiene derecho a odiarme si quiere. Pero no pienso renunciar sin intentarlo.

—Elías no es fácil… —advirtió Dylan—. Creció con resentimiento. Su dolor es un muro.

—Lo sé —respondió ella, girándose para mirarlo—. Pero yo siempre soñé con tener un hermano mayor. Siempre. Y si ahora resulta que lo tengo, aunque sea por accidente, no voy a darme por vencida. Quiero que papá tenga paz también.

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El ambiente parecía sereno, pero dentro de la casa se respiraba un peso distinto: la tensión de heridas viejas y verdades que, por fin, empezaban a salir a la luz.

En el jardín, Aníbal aguardaba. La noche anterior había sido un torbellino de revelaciones, y apenas había dormido y ahora se sumaba la huida de Amalia. Pero no le quitaría el deseo de hablar con su hijo.

Sentado tras su escritorio de nogal, sostenía entre las manos un vaso de whisky intacto. No lo había bebido, solo lo tenía ahí, como un recordatorio de las veces que el alcohol había sido su refugio y, al mismo tiempo, su condena.

El sonido de voces y pasos firmes en el pasillo lo sacó de sus pensamientos. Levantó la vista y vio aparecer a Elías. Elías se detuvo a unos pasos, con la sombra del pasado reflejada en sus ojos oscuros. Durante un instante, ninguno habló. El silencio era tan denso que se escuchaba el leve crujido de la madera al asentarse.

—Elías… —la voz de Aníbal sonó grave, cargada de un temblor que pocas veces dejaba escapar—. Gracias por venir.

Elías lo observó en silencio, sus manos cerradas en puños, como si contuviera todo un mar de emociones. Finalmente, avanzó despacio, hasta quedar frente a él.

—No vine por ti —respondió con firmeza—. Vine porque necesito respuestas.

Aníbal asintió con un gesto cansado. Se levantó y rodeó la pequeña mesita, poniéndose frente a él, sin barreras de por medio.

—Tienes derecho a reclamármelo todo —dijo, con los ojos vidriosos—. Y aún así, antes de cualquier cosa, quiero pedirte perdón. Perdón porque estuve ciego. Perdón porque no estuve cuando más me necesitabas. Y perdón porque la mujer que amé, tu madre, desapareció y yo no pude hacer nada.

Elías lo miró fijamente, buscando alguna grieta, alguna mentira oculta.

—¿La amaste de verdad? —su voz sonó baja, quebrada.

—Con todo lo que soy —admitió Aníbal, llevándose una mano al pecho—. Cuando ella desapareció, yo me morí también. Puede que no lo notes, pero lo que ves ahora es un hombre reconstruido a base de culpas y silencios.




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