El Ceo necesita una esposa

Capitulo 44

Días habían pasado desde la desaparición de Amalia y, aunque todos buscaban respuestas, nadie sabía nada de ella. Ni un rastro, ni una llamada, ni una señal de vida. Su ausencia se había convertido en un eco constante en cada rincón de la casa, un recordatorio de que las verdades salieron a la luz demasiado tarde.

En medio de esa incertidumbre, Dylan decidió llevar a Valentina a un lugar donde, más que respuestas, podrían hallar paz.

El auto avanzaba despacio por el camino de tierra que conducía al cementerio. Valentina, observaba por la ventana los árboles que se mecían suavemente con el viento. El murmullo de las hojas la envolvía, como si le susurraran promesas antiguas. Dylan conducía en silencio, con el ceño levemente fruncido, pero con la calma de quien ha tomado una decisión necesaria.

Al llegar, el aire cambió. El aroma fresco de la tierra húmeda, mezclado con el de los lirios que adornaban varias lápidas, impregnó el ambiente. Dylan bajó primero, rodeó el auto y con cuidado sacó la silla de ruedas. Después ayudó a Valentina a acomodarse, asegurándose de que estuviera cómoda.

—¿Lista? —preguntó con voz suave.

—Si papá —respondió Valentina, con una sonrisa nostálgica.

Avanzaron despacio por el sendero de piedra hasta llegar a la tumba. Sobre la lápida, perfectamente cuidada, descansaba el nombre de la madre de Valentina, grabado con letras doradas que brillaban al contacto con el sol tímido. Dylan colocó un ramo de rosas blancas, inclinando la cabeza en señal de respeto.

—Gracias —murmuró, con un hilo de voz quebrado—. Gracias por haberme dejado a tu hija como la bendición más grande de mi vida… y por enviarnos a Greeicy, ese ángel que llegó cuando más lo necesitábamos.

Valentina acarició la fría piedra de mármol con sus dedos delgados. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su sonrisa permaneció.

—Mamá… —susurró—. Yo solo quiero volver a caminar, como cuando estabas viva. Quiero que estés orgullosa de mí. Te extraño mucho, ¿sabes? Siempre sueño contigo… con tu voz cantándome antes de dormir, con tu risa llenando la casa.

Su voz tembló, pero siguió hablando, con la fuerza de una promesa.

—Voy a cuidar el piano, te lo juro. Nadie lo tocará como tú, pero Greeicy y yo lo haremos para recordarte.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, y Dylan, conmovido, le colocó una mano en el hombro, transmitiéndole la fortaleza que a veces ni él mismo tenía.

—Ella te escucha, pequeña —le aseguró, con la voz entrecortada.

Valentina inclinó la cabeza, como si esperara una respuesta que solo ella pudiera sentir. Finalmente, se llevó la mano al corazón.

—Te amo, mamá. Siempre te voy a amar.

Se despidieron con un silencio reverente. Dylan se inclinó, besó la frente de su hija y juntos, lentamente, se alejaron del lugar, dejando tras de sí el eco de las palabras de Valentina y el murmullo del viento que parecía llevarlas hasta el cielo.

Mientras tanto, en un rincón tranquilo de la ciudad, Greeicy tocaba la puerta del apartamento de Juana. Llevaba una blusa ligera y el cabello suelto, pero en su rostro se notaba la ansiedad de quien tiene algo importante que decir.

Juana abrió, sorprendida pero sonriente. Sus ojos, siempre tan serenos, brillaron al ver a su hija.

—Pasa, mi niña —dijo, apartándose para dejarla entrar.

El apartamento estaba impregnado con el aroma a café recién hecho. Greeicy se sentó en el sofá, con una sonrisa.

—¿Como estás mi niña?

—Bien mamá… —respondió —. Valentina y Dylan fueron a visitar la tumba de su madre y yo pensé en ti. Soy afortunada de tenerte conmigo.

Juana se sentó a su lado, con una mirada que mezclaba ternura y un dejo de culpa.

—Hija… hay algo que debo confesarte. —Su voz tembló apenas, como si pesara cada palabra—. Estoy intentando algo con tu padre.

Greeicy la miró sorprendida, los ojos muy abiertos.

—¿Con papá?

—Sí —asintió Juana, apretando sus manos—. Y espero de verdad que se divorcie. Sé que es tarde, sé que cometimos errores, pero quiero darle una oportunidad. Él me busca, y yo… yo sigo sintiendo. No quiero ocultártelo.

El silencio se quedó suspendido unos segundos. Greeicy tragó saliva, y en lugar de reproches, se inclinó y abrazó fuerte a su madre.

—Mamá… —susurró, con lágrimas contenidas—. Yo siempre te voy a apoyar. Siempre. Si él logra divorciarse, si logra ser libre, yo quiero que seas feliz a su lado. Tú mereces ser feliz.

Juana la abrazó con fuerza, conmovida hasta las lágrimas.

—Eres lo mejor que tengo, Greeicy.

—Y ustedes son lo mejor que yo tengo —respondió ella, acariciándole el cabello—. Pase lo que pase, estaremos juntas.

En ese momento, madre e hija supieron que, pese a todo el dolor, estaban empezando a construir una nueva verdad: una en la que ya no habría secretos, sino esperanza.

Ese día, mientras en el cementerio la brisa seguía acariciando la tumba de la madre de Valentina, en aquel apartamento un nuevo lazo se fortalecía. El destino seguía moviendo sus piezas, dejando claro que la ausencia de unos era también la oportunidad para que otros encontraran su lugar en la vida.

La calma que parecía haberse instalado en la familia era apenas un espejismo. Detrás de las sonrisas y las conversaciones amables, Elías y Aníbal mantenían una rutina secreta: buscar cualquier rastro de Amalia, cualquier prueba que sirviera para, cuando apareciera, llevarla ante la justicia.

Esa tarde, el despacho de Aníbal se encontraba cubierto de papeles y carpetas abiertas. Elías, sentado frente al escritorio, pasaba las hojas con rapidez, mientras Aníbal revisaba un viejo archivador metálico.

—Aquí está… —murmuró Aníbal, sacando un sobre amarillento, gastado por los años.

Lo dejó sobre la mesa, y ambos lo abrieron con cuidado. Dentro había fotografías antiguas: imágenes de la madre de Elías, joven y sonriente, junto a cartas escritas con una caligrafía firme. Elías las tomó con delicadeza, como si sostuviera un pedazo de su propia vida.




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