El Ceo necesita una esposa

Capitulo 46

Mientras tanto, el coche avanzaba sin detenerse. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, pintando la avenida de destellos rojos y amarillos. El rugido del motor sonaba como un monstruo desbocado.

Greeicy intentó maniobrar, girando con cuidado para evitar chocar. Cada curva era un suplicio.

—¡Greeicy, escúchame! —la voz de Dylan sonaba fuerte por el altavoz del teléfono—. Trata de poner el freno de mano, despacio, no de golpe.

Ella obedeció. Jaló el freno de mano poco a poco. El auto rechinó, pero no se detuvo.

—¡No funciona! —gritó, histérica—. ¡No funciona!

El sonido del llanto de Greeicy hizo que Dylan sintiera que el corazón se le desgarraba.

—¡Escúchame! —repitió, con voz firme, intentando controlarse—. Tienes que mantener la calma. No puedes perder el control porque Valen te necesita.

—Lo intento, Dylan… pero tengo miedo —confesó ella, con la respiración quebrada—. ¡Tengo mucho miedo!

En ese instante, como si el destino decidiera poner la última pieza de su trampa, un enorme camión de carga apareció cruzando la avenida. El conductor no parecía darse cuenta de que un auto venía directo hacia él, sin frenos.

Los ojos de Greeicy se abrieron de par en par.

—¡No, no, no…!

Giró el volante bruscamente. El coche se sacudió, derrapando sobre el asfalto. Los neumáticos chillaban, dejando marcas negras sobre el pavimento.

—¡Agárrate fuerte, Valen! —gritó, y con un movimiento instintivo la rodeó con sus brazos, atrayéndola hacia su pecho.

El mundo se volcó. Literalmente. El auto chocó contra la defensa metálica de la carretera y dio una vuelta completa. El sonido del metal retorciéndose fue ensordecedor, como un grito de agonía.

El cristal estalló en mil pedazos. El aire se llenó de polvo, chispas y olor a gasolina.

El coche terminó volcado sobre un costado, inerte, mientras el humo comenzaba a elevarse del motor.

Justo en ese momento, sirenas comenzaron a sonar a lo lejos. Dylan, que había seguido la ubicación enviada por Greeicy segundos antes, llegó en una camioneta acompañado de paramédicos y patrullas.

—¡Ahí están! —gritó, señalando el auto volcado.

Saltó del vehículo sin esperar a nadie. Sus pasos retumbaban contra el asfalto mientras corría hacia el coche destrozado. Su voz se quebraba en gritos:

—¡Greeicy! ¡Valentina!

Los paramédicos se apresuraron, llevando herramientas para abrir la carrocería. El humo hacía que todos tosieran, pero Dylan no se detuvo. Se agachó junto a la ventanilla rota, buscando con desesperación.

Dentro, entre los restos del cristal, Greeicy aún mantenía sus brazos alrededor de Valentina. Su rostro estaba ensangrentado, con un hilo rojo bajándole por la frente, pero sus ojos estaban abiertos.

—¡Valen! —susurraba, con la voz casi apagada—. No le pasó nada… yo la cubrí…

Dylan sintió que el mundo se detenía.

—¡Aguanta, amor, aguanta! —gritó, con lágrimas cayéndole por el rostro—. ¡Los paramédicos ya están aquí!

Valentina, aturdida, apenas alcanzaba a abrir los ojos. Tenía un rasguño en la mejilla, pero seguía respirando.

—Papi… —murmuró débilmente, buscando su voz en medio del caos.

Dylan sollozó.

—Aquí estoy, princesa. Aquí estoy.

Los paramédicos comenzaron a abrir el coche con herramientas hidráulicas. El sonido metálico era desgarrador.

Uno de ellos gritó:

—¡Tenemos pulso en ambas! ¡Hay que sacarlas ya!

Greeicy cerró los ojos un instante, agotada.

—Lo siento, Dylan… —susurró—. Perdóname por traerla conmigo.

Él le tomó la mano a través del cristal roto.

—No digas eso. Me la cuidaste, Greeicy. Eres más fuerte de lo que crees.

Finalmente, los paramédicos lograron abrir la puerta. Sacaron primero a Valentina, colocándola en una camilla. Dylan la besó en la frente antes de dejar que la atendieran.

Luego, con sumo cuidado, sacaron a Greeicy. Su cuerpo estaba lleno de moretones, pero lo que más dolía era la expresión de cansancio y dolor en sus ojos.

Ella alzó la vista, buscó a Dylan.

—Está viva… ¿verdad?

Él asintió con fuerza, sin soltar su mano.

—Sí. Las dos están vivas. Y no voy a dejar que nada les pase.

Las sirenas volvieron a sonar cuando las ambulancias arrancaron rumbo al hospital. Dylan subió con ellas, sujetando la mano de Valentina en una camilla y la de Greeicy en otra. Sus lágrimas caían sin control, pero en su pecho ardía una promesa: esa vez no dejaría que Amalia ganara.

La noticia corrió como pólvora. Aníbal recibió la llamada con el rostro endurecido por el dolor, tratando de consolar a una desesperada Juana. Elías, al escuchar lo sucedido, apretó los puños con rabia.

—Fue ella —dijo con voz grave—. Amalia no se esconde. Sabía qu haría algo.

Y mientras el vehículo se alejaba hacia el hospital, la ciudad entera parecía contener la respiración. El destino había mostrado sus cartas, y ahora todos estaban en jaque.




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