La noche en la colina estaba envuelta en un silencio sepulcral, apenas roto por el silbido del viento que azotaba los árboles. La casa vieja, aquella donde Amalia se escondía, parecía un fantasma del pasado: ventanas rotas, maderas crujientes y un olor a humedad impregnando el aire.
Las camionetas negras se detuvieron frente al portón oxidado. Elías dio la orden, y varios hombres descendieron, armados y atentos. Dylan iba junto a él, con el rostro serio, dispuesto a enfrentar al demonio que casi destruye a su familia.
—Está adentro —murmuró Elías, señalando la luz tenue que se filtraba por una ventana del segundo piso.
Con un golpe certero, derribaron la puerta. El estruendo resonó por la casa como un trueno. Desde arriba, un grito desgarrador se escuchó:
—¡No! ¡No entren!
Amalia apareció en lo alto de la escalera, con el cabello desordenado y los ojos encendidos de furia. Sostenía una botella rota como si fuera un arma. Su respiración era agitada, y la sombra de la locura se reflejaba en cada gesto.
—¡Aléjense de mí! —vociferó—. ¡No permitiré que me arresten como a una criminal!
Elías subió lentamente, las manos alzadas en señal de calma.
—Ya no tienes escapatoria, Amalia —dijo con voz firme—. Entrégate.
Ella retrocedió, tambaleante, hasta que sus espaldas chocaron con la pared. Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro maquillado y manchado.
—¡Todo lo hice por mi hija! —chilló—. ¡Por Greta! ¡Por lo que nos quitaron!
Dylan no pudo contenerse.
—¡Casi matas a Valentina! —gritó desde abajo, la voz cargada de rabia—. ¡Una niña inocente!
Amalia se estremeció, bajó la mirada un instante, pero enseguida volvió a erguirse, desafiante.
—Algún día Greta se vengará. Ella es más fuerte de lo que creen. Ustedes no entienden…
Un silencio helado llenó el lugar. Y entonces, una voz grave resonó desde la entrada:
—Ella ya no está de tu lado.
Amalia giró la cabeza y vio a Aníbal entrando, acompañado de dos guardias. Sus pasos resonaban firmes en el suelo de madera. Su porte era imponente, como un juez que viene a dictar sentencia.
—¿Qué… qué dices? —balbuceó ella, soltando la botella que cayó al suelo con un tintineo.
Aníbal subió un escalón tras otro, sus ojos fijos en los de su exesposa.
—Fue Greta quien nos dijo dónde te escondías. —Su voz no tembló—. Ella desapareció de mi vida, como tú desaparecerás de la tuya.
El rostro de Amalia se desencajó. El grito que salió de su garganta fue tan desesperado que estremeció a todos los presentes.
—¡No! ¡Mi hija no me haría eso! ¡Greta! ¡Gretaaa! —sus manos arañaron el aire, como si pudiera aferrarse a algo inexistente.
Los guardias la sujetaron, pero ella pataleaba y forcejeaba como una fiera acorralada.
—¡Aníbal, escúchame! —suplicó, llorando desconsolada—. ¡Perdóname! ¡Lo hice por nosotros, por lo que teníamos! Yo… yo no quería que termináramos así…
Aníbal la observaba con frialdad. En sus manos sostenía un sobre. Lo abrió con calma y sacó unos documentos.
—Aquí está el divorcio —dijo con voz cortante—. Fírmalo ahora.
Amalia parpadeó, confundida, jadeando entre sollozos.
—¿Divorcio? ¡No! ¡No puedes hacerme esto! ¡Yo soy tu esposa!
—Ya no —replicó él, extendiendo el bolígrafo frente a ella—. Lo fuiste con manipulación, asesinando a la mujer que amaba en ese entonces, dejando a un niño solo.
Ella temblaba, pero los guardias la obligaron a sentarse en una silla de madera. Entre lágrimas y gritos, estampó su firma en los papeles. Su mano temblorosa dejó un trazo irregular, casi ilegible.
Al soltar el bolígrafo, se desplomó contra el respaldo, su rostro empapado de lágrimas, su voz reducida a un murmullo:
—Perdón… perdón, Aníbal… no me abandones…
Pero él no respondió. Solo tomó los documentos, los guardó en el sobre y dio media vuelta.
—Es demasiado tarde para ti, Amalia.
Los guardias la levantaron, sujetándola con firmeza mientras ella gritaba con desesperación.
—¡No! ¡No me lleven! ¡Aníbal! ¡Aníbal, mírame! ¡Te lo suplico, no me dejes!
Su voz se fue apagando a medida que la arrastraban hacia la camioneta que esperaba afuera. Los hombres de Elías la subieron con fuerza, cerrando las puertas blindadas. Los gritos desesperados de Amalia resonaban en el aire, desgarradores, hasta que el motor arrancó y se perdió en la oscuridad de la noche.
En el silencio que quedó, el viento golpeaba las ventanas de la casa vieja como un lamento. Dylan respiró hondo, intentando calmar el temblor en sus manos.
Greeicy y Juana recibieron la noticia en la mansión, con el corazón encogido, Greeicy apretó la mano de Valentina que la acompañaba, buscando darle seguridad.
Aníbal, de pie junto al umbral, observaba la luna llena que se asomaba entre las nubes. Sus ojos brillaban con una mezcla de dolor y liberación.
—Asegúrense de que quede en una cárcel bien custodiada —ordenó a Elías—. Quiero estar seguro de que no podrá volver a dañar a nadie más.
Elías asintió, guardando la carpeta con los papeles de la detención.
Aníbal alzó el sobre donde estaban los documentos firmados, lo sostuvo unos segundos bajo la luz de la luna y luego lo guardó en el interior de su saco.
—Ya soy libre de ella. Al fin.
El silencio reinó un instante. Afuera, los grillos entonaban su canto nocturno, y el aire fresco de la colina envolvía a todos como una promesa de un nuevo comienzo.
Aníbal cerró los ojos, inspiró hondo y murmuró, apenas audible:
—Qué el infierno se encargue de ella. Yo ya no.