«Ella es tan brillante que temo que mi oscuridad la envuelva».
Bruges, Bélgica
Mathis
Ya han pasado seis días. Seis mañanas en las que, al abrir la puerta, me encuentro con un pequeño ramo de flores en la entrada. Pequeñas flores silvestres, amarillas y violetas, no las típicas que uno esperaría, sino las que alguien elegiría por su propio gusto. Me irrita al principio, me molesta la persistencia, como si alguien hubiera decidido que mi vida necesita un recordatorio de lo que se siente estar… vivo. Pero entonces, me doy cuenta de que algo, no sé si es la tristeza o frustración; sin embargo, la incomodidad se va disipando de mi pecho con cada flor que encuentro. No lo admito, ni siquiera a mí mismo, pero una pequeña chispa de… ¿alegría? Empieza a arder en mi interior.
Al principio, trato de ignorarlas. Las dejo allí, casi esperando que el universo mismo me diga que es solo una broma o una casualidad, que no hay un propósito real detrás de esos ramos que aparecen todos los días. Pero al sexto día, ya no puedo negar lo evidente. Una parte en mí ha comenzado a esperar ver esas flores. Una parte, tal vez no grande, no obstante, es lo suficientemente significativo como para que me moleste no encontrar la puerta despejada al llegar a casa.
Es por eso que hoy, cuando la veo venir, decido que no voy a quedarme quieto.
La escucho antes de verla con sus pasos rápidos y ligeros sobre el adoquinado. Al principio, intento ignorarla, porque sé que tiene una razón para estar cerca de mi casa, pero no me queda claro cuál es. De hecho, me he dicho muchas veces que no debería permitirle seguir con esta rutina diaria de dejar flores. ¿Qué intenta conseguir? ¿Está buscando molestarme? Pero algo en su insistencia me desconcierta.
Me acerco a la puerta y la veo correr con su pequeño ramo de flores en las manos. Cuando me percata de mi presencia, se detiene un par de metros antes de llegar a la puerta de entrada. Hay algo en su mirada, es una mezcla de audacia y timidez, como si estuviera evaluando si esta vez se enfrentaría a mí, o si solo dejaría las flores y se iría. Mi respiración se detiene un segundo, y antes de que me pueda dar cuenta, estoy cruzando el umbral de la puerta para interceptarla.
—¿Qué tienes ahí? —le pregunto un poco molesto, pero mi tono suena más curioso de lo que quisiera.
Ella se detiene en seco, un poco sorprendida, y su rostro se ilumina con esa sonrisa brillante que ya he visto varias veces.
—Flores —responde con su tono inocente y juguetón. Y yo maldigo por no haberme mantenido firme.
Me quedo mirando las flores, un ramo sencillo, pero lleno de vida. Algo se revuelca en mi estómago, pero no quiero pensar demasiado en ello.
—Ya te dije que no pongas más flores en mi puerta —gruño, tratando de sonar firme. Pero hay algo en su actitud que me hace difícil mantenerme molesto.
Lena cruza los brazos con un gesto desafiante, y de alguna manera, su actitud me resulta… encantadora. Como si estuviera jugando a ver hasta dónde puede llegar sin cruzar la línea.
—Pero… las flores son bonitas, ¿no? —Su voz es suave, sin rastro de desobediencia, aunque hay un brillo de satisfacción en sus ojos. Como si estuviera ganando algo, aunque no sé con exactitud qué.
Respiro profundo, sintiendo el estrés de la semana acumulado en mis hombros. No tengo ganas de ser grosero con ella, aun así, no quiero que piense que puede seguir así sin consecuencias.
—Sí, son bonitas —reconozco, bajando la guardia un poco.
No puedo evitarlo. Esta niña tiene algo que me desarma. Su sonrisa se ensancha, y por un momento, el lugar se siente más cálido. Quizá sea solo la primavera, o tal vez es esa mirada brillante en sus ojos que no me deja de mirar.
—¿Te gustaría un pastelito? —cuestiono con un suspiro pesado, al mismo tiempo que saco de la bolsa que traigo en la mano un pequeño pastel de chocolate.
No sé por qué lo hago, pero algo en la situación me dice que la niña no se irá de aquí hasta conseguir lo que busca. Y, además, me resulta difícil decirle que no. Lena se queda mirando el pastelito durante un largo momento, como si estuviera evaluando si realmente vale la pena aceptarlo o si su orgullo debería impedirle tomarlo. Está muy quieta, y solo el brillo en sus ojos me dice lo tentada que se encuentra.
—¿De chocolate? —averigua como si no pudiera creer su suerte.
—Sí, de chocolate —respondo con una ligera sonrisa que no puedo ocultar.
Siento que estoy perdiendo la batalla, pero por alguna razón, no me importa tanto. Lo dejaré pasar por hoy.
Ella hace una pequeña mueca, como si estuviera haciendo un esfuerzo por no ceder demasiado rápido. Se cruza de brazos, fingiendo desinterés. Pero esa sonrisa que le asoma en los labios es inevitable. Finalmente, da un paso hacia mí, y por un segundo me pregunto si lo hará o no.
—Está bien, lo tomaré —responde con una sonrisa que me hace sentir como si hubiera ganado la lotería.
Se acerca y toma el pastelito, y lo mira por un instante, como si estuviera a punto de comerlo, pero luego suelta una risa ligera.
—¡Y no le voy a decir a mi mamá! —exclama, antes de girarse rápido, como si me estuviera dando una victoria silenciosa.