«Él es tan extraño que lo quiero lejos de mí, de nosotras. Al mismo tiempo, no quiero que se aleje».
Bruges, Bélgica
Anouk
Cada mañana, flores desaparecen del jardín, y cada vez que veo el espacio vacío donde antes estaban, me siento un poco más frustrada. Hoy, por fin, descubro al culpable. Al salir temprano para sacar la basura, me encuentro a Lena arrodillada entre las flores, con sus pequeñas manos arrancando con cuidado uno de los tallos, concentrada como si estuviera realizando una misión importante. Me acerco sin hacer ruido, observando cómo selecciona las flores, las agrupa en su puño y luego examina cada una para asegurarse de que está perfecta. Hay algo en su gesto tan… dulce y determinado, y, aun así, no puedo evitar el impulso de intervenir. No solo por las flores, sino porque quiero entender por qué lo está haciendo.
—Lena —la llamo, cruzándome de brazos con una ligera sonrisa que intento ocultar.
Ella salta un poco, sorprendida, pero se levanta rápidamente con su ramillete en la mano, con una expresión que mezcla culpabilidad y desafío.
»¿Por qué estás arrancando las flores, cariño? — pregunto con suavidad. Siento que, a sus cuatro años, ya está aprendiendo el arte de resistirse a la autoridad maternal, pero también sé que a veces una simple pregunta puede desarmarla.
Se queda en silencio y baja la mirada hacia las flores, como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Finalmente, me mira, y hay una seriedad en su rostro que no esperaba.
—Es para el señor de la casa gris.
Su respuesta me toma por sorpresa. El señor de la casa gris… Mathis. Lo último que esperaba era que mi hija de todas las personas en el mundo decidiera hacerle un gesto amable a un hombre que apenas conozco, y que, además, fue tan brusco conmigo el primer día que nos cruzamos.
—¿Mathis? —averiguo, intentando no sonar demasiado sorprendida—. ¿Por qué le llevas flores?
Lena aprieta el ramillete entre sus manitas y susurra, con voz suave, como si confesara un gran secreto:
—Porque está triste, mamá.
Esa pequeña respuesta hace que todo en mí se detenga. ¿Triste? No sé qué es lo que ve Lena, pero la seriedad en su voz y la empatía que muestra, me conmueve. ¿Cómo puede mi hija percibir algo así en un hombre al que apenas hemos visto? Me asombra su capacidad de sentir tanto por alguien que ni siquiera se ha esforzado en mostrarnos amabilidad. Intento formular una respuesta, pero nada parece adecuado.
—Pero, cariño… —intento razonar—. No podemos llevarle flores a alguien solo porque creemos que está triste. Además, él ya… ya se disculpó; sin embargo, no quiero que sigas yendo todos los días. No conocemos mucho a ese señor.
Lena se queda pensativa, no obstante, al final me lanza una de esas miradas de desafío, como si supiera algo que yo no.
—Quiero hacerlo feliz, mamá. Solo un poco.
Esas palabras tan sencillas, me desarman. ¿Qué puedo decir ante eso? Siento que, de alguna manera, ella está dándome una lección. Lena no entiende de resentimientos, ni de formalidades, ni de todas esas cosas que los adultos acumulamos con los años. Para ella, es tan simple como ver a alguien triste y querer cambiarlo, aunque sea por un momento.
Al final me rindo, suspiro y le acaricio el cabello. No tengo el corazón para decirle que no, no después de escuchar lo que me dijo.
—Está bien, pero solo una vez más, ¿sí? Y trata de no arrancar tantas flores.
Lena asiente, sonriente y feliz, como si acabara de ganar una pequeña batalla. Veo cómo corre hacia la entrada, y luego me acerco a la puerta para observarla desde lejos, mientras cruza el jardín hacia la casa de Mathis con su pequeño ramo en mano.
Me quedo en la entrada de mi casa, observando con curiosidad y, lo admito, un poco de inquietud. Lo último que quiero es que Lena se encariñe demasiado con alguien que, al menos en mi primera impresión, parecía poco accesible, hasta un poco hosco. Pero la veo acercarse a su puerta, y para mi sorpresa, Mathis ya está allí, como si la estuviera esperando.
Por un momento, me siento en conflicto. Pienso en lo que pasó la primera vez que nos encontramos. Él fue grosero, distante, me hizo sentir como si nuestra presencia fuera una molestia para él. Y, sin embargo, aquí está ahora, arrodillado junto a mi hija, hablando con ella de una manera que no esperaba. No puedo oír lo que dicen, pero veo cómo Lena sonríe, cómo le ofrece el ramo de flores y él lo acepta con una sonrisa pequeña, apenas perceptible, pero real. Hay algo en esa escena que me desconcierta y, al mismo tiempo, me toca el corazón.
Me cruzo de brazos, sintiendo una mezcla de emociones que no logro comprender del todo. Como madre, tengo el impulso de proteger a Lena de cualquier cosa o persona que pueda hacerle daño, de cualquier experiencia que la haga sentir rechazada o incomprendida. Sé que ha sido difícil para ella este cambio: la mudanza, dejar atrás a sus amigos, y el hecho de que no hemos conseguido un cupo en la escuela. Esa preocupación me pesa todos los días, cada vez que la veo jugar sola en el jardín o cuando pregunta cuándo conocerá nuevos amigos. Me pregunto si el cambio fue para bien o si, sin querer, la he expuesto a una soledad que no merece.