«A veces los sueños son verdades que nos negamos a creer».
Bruges, Bélgica
Mathis
Todo está tan oscuro que no puedo distinguir mis manos ni lo que me rodea, es como un manto que me envuelve y me impide avanzar. No hay vestigio de luz, solo sombras, y de fondo escucho una voz pequeña y llena de miedo.
Es la voz de mi hijo.
No quiero escuchar, no quiero recordar, pero no tengo control en este espacio. Lo veo, su cuerpo pequeño, esos ojos que me miran con una mezcla de miedo y súplica. Está atrapado, y me pide algo que debería ser tan simple… “¡Sálvame, papá! ¡Ámame, por favor!”
Mi corazón se quiebra, pero no puedo moverme. Es como si estuviera paralizado, mis manos están atadas y mis piernas, pesadas como el plomo, se niegan a obedecerme. Quiero correr hacia él, quiero extender mis brazos y sacarlo de ahí, pero no puedo.
Todo se apaga de repente, y la culpa, esa maldita culpa, me atraviesa como una daga afilada, como si cada reproche y grito de ayuda no atendido, fuera una herida que nunca sanará.
De repente, una risa pequeña y cristalina, rompe la oscuridad. Es un sonido tan extraño en medio de la pesadilla y tan fuera de lugar, que mis ojos se abren con un sobresalto. Parpadeo varias veces y me doy cuenta de que estoy en mi cama, empapado en sudor, la respiración entrecortada, como si acabara de escapar de las mismas garras del infierno.
Pero esa risa persiste. Es una risa real, cercana… Lena.
Mi pecho que aún pesado y oprimido, intenta procesar la transición entre la pesadilla y la realidad. No sé si sentir alivio o confusión. Me llevo una mano a la frente, intentando despejar la niebla que ha dejado el sueño, pero la risa de Lena sigue allí y es persistente como un eco que me llama, que me recuerda que no estoy solo.
Me levanto, no del todo consciente de mis pasos, y abro la puerta de la casa. El aire fresco me golpea, ayudándome a despejar un poco la mente. Y ahí está ella, esa pequeña niña, ajena a mis tormentas, regando las flores en el jardín.
Las flores que plantamos juntos.
No me acerco enseguida; en lugar de eso, me quedo en el umbral observándola mientras ella parlotea, hablando con las plantas y con las gotas de agua que salen de la regadera.
Por un momento, la paz que ella proyecta casi parece contagiarme. Su risa ligera y su cabello ondeando con cada movimiento despreocupado… me recuerda a algo que solía sentir, a un tiempo donde los jardines y las risas eran parte de mi vida. Pero ahora, esa paz se siente distante, como algo que nunca me pertenecerá.
Lena me ve desde el rabillo del ojo y me sonríe. Su cara se ilumina al verme y, como si fuera lo más natural del mundo, exclama:
—¡Manthis! ¡Mira! Las flores están creciendo.
Ese apodo que al principio me resultaba irritante, ahora se siente casi… entrañable. Ya ni siquiera intento corregirla. “Mathis” o “Manthis,” realmente no importa. Lena me mira como si fuera una especie de héroe, aunque yo no merezca tal mirada.
Me recuesto mejor en la puerta mientras Lena continúa regando las flores, parloteando sin cesar sobre sus juegos y los nombres que ha decidido dar a cada planta.
—Esta es Marisol, porque brilla al sol,—dice, señalando una pequeña flor amarilla que apenas ha empezado a abrirse—. Y esa es Lucecita, porque tiene puntitos blancos como las estrellas.
A pesar de mi resistencia, la escena logra calmar algo dentro de mí. No recuerdo la última vez en que alguien llenó el silencio de mi vida con tanta naturalidad. Es como si Lena no notara, o simplemente no le importara, el peso de mi silencio o la carga que llevo. Y eso me desconcierta.
Miro sus manitas, pequeñas y delicadas, como las de mi hijo en mis recuerdos. Una imagen dolorosa se me viene a la mente: las noches en las que me sentaba a leerle cuentos, su risa cuando hacía voces divertidas para los personajes. Pero también está el recuerdo de las discusiones que tuve con su madre, los errores que no pude enmendar. Sacudo la cabeza, intentando borrar esos pensamientos, pero no es tan fácil.
—¿Sabes, Manthis? Mi mamá dice que las flores son como personas —habla de repente, mirándome con una expresión seria—. Si les hablas bonito, crecen mejor. Pero si les gritas… —Hace una pausa, bajando la mirada— se marchitan.
Por un momento, me siento paralizado. Hay una verdad en sus palabras que me golpea de forma inesperada. «Si les gritas, se marchitan». Me pregunto si eso fue lo que pasó con mi familia. Si de alguna manera, los errores y los silencios duros que cargaba dentro, marchitaron lo que intentaba proteger.
—¿Entonces tú les hablas todos los días? —le pregunto, intentando desviar la conversación.
—Sí, y también les canto. Mamá dice que así saben que no están solas.
Una punzada de nostalgia me atraviesa el pecho. Las palabras de Lena son tan simples y tan llanas, pero encierran un consuelo y una comprensión que no esperaba encontrar en una niña tan pequeña. La miro, tratando de entender de dónde sale toda esa ternura, y en ese momento, noto algo en mí que ha cambiado. Ya no me molesta su presencia. Incluso su vocecita, que en otro tiempo me habría parecido una distracción, ahora se siente como un bálsamo. No sé si quiero aceptarlo, pero… su compañía me reconforta, aunque me cueste admitirlo.