El Corazón que Faltaba

Capítulo 10: El Sonido de la Risa

«Sonríe, hazlo sin importar si sientes que estás roto por dentro, sonríe porque la existencia en sí, es un motivo de alegría».

Bruges, Bélgica

Mathis

La mañana llega como siempre, con el sonido monótono de los pájaros fuera de mi ventana. No tengo cortinas que bloqueen el sol; nunca las he querido. Prefiero la luz natural que me despierta sin preámbulos, sin permitir que la oscuridad permanezca más de lo necesario. Sin embargo, hoy no es el sol ni los pájaros lo que me hace abrir los ojos.

Es la risa. Un sonido agudo, chispeante y lleno de vida.

Tardo unos segundos en darme cuenta de lo que es. Lena. Está afuera, probablemente en el jardín, haciendo alguna travesura o conversando con las flores.

Cierro los ojos de nuevo y trato de ignorarlo, pero la risa sigue allí, atravesando las paredes de mi casa como si fueran de papel. Es una risa que no se detiene, que no se apaga, y que, para mi sorpresa, no me molesta.

Me levanto de la cama con mis pies tocando el suelo frío. Sin quererlo, me quedo quieto, escuchando. No sé por qué. No entiendo por qué. Desde hace años, cualquier sonido alegre me ha puesto los nervios de punta. Me molesta ver a otros sonreír, me irrita la felicidad ajena. Porque si yo no puedo sentirla, ¿por qué otros sí? Pero hoy… hoy no siento esa irritación.

En cambio, hay algo más. Una sensación que no puedo identificar, algo que me hace cerrar los ojos de nuevo y dejar que esa risa me envuelva por completo. Es extraño. Es confuso.

¿Por qué este sonido no me molesta como debería?

Salgo de mi habitación con lentitud, como si necesitara más tiempo para entender lo que estoy sintiendo. Paso por la cocina, por el salón, y finalmente llego a la puerta de entrada. No la abro de inmediato. Me quedo quieto, con la mano en el pomo, escuchando.

Ella está hablando ahora, pero no entiendo las palabras. Algo sobre las flores, probablemente. Y entonces vuelve a reír, ese sonido brillante y puro que parece arrancar algo dentro de mí.

Finalmente, abro la puerta y salgo. El sol de la mañana me ciega por un momento, pero luego la veo. Está de pie frente a las flores que plantamos juntos con su cabello despeinado por el viento y una regadera en sus manos pequeñas. Habla con las flores como si fueran sus amigas, inclinándose hacia ellas y susurrándoles cosas que no alcanzo a escuchar.

Y luego ríe otra vez. Un golpe sordo resuena en mi pecho.

Esa risa no debería afectarme de esta manera. Es solo una niña, solo un sonido. Pero no puedo ignorar lo que hace dentro de mí. Es como si algo olvidado se estuviera agrietando, como si esa risa estuviera arañando las paredes que he construido alrededor de mi corazón durante todos estos años.

Me aclaro la garganta y doy un paso hacia ella.

—¿Qué estás haciendo?

Lena levanta la mirada hacia mí, sorprendida, pero su sorpresa se transforma rápidamente en una sonrisa traviesa.

—Estoy regando mis flores. —Sus ojos brillan, orgullosos, como si hubiera dicho algo muy importante.

Miro las flores por un momento. Algunas ya comienzan a mostrar pequeños brotes, un recordatorio del día que las plantamos juntos. Un día que debería haber olvidado, pero no lo he hecho.

—¿Y por qué les hablas? —pregunto con mi voz más suave de lo que esperaba.

Lena se encoge de hombros como si fuera la cosa más obvia del mundo.

—Porque las hace felices.

Río por lo bajo, es una risa seca y casi inaudible. No sé si las flores pueden ser felices, pero hay algo en la forma en que Lena lo dice, en su seguridad infantil, que me hace pensar que tal vez tiene razón.

Ella me mira con fijeza, sus ojos estudiándome con una intensidad que no espero de alguien tan pequeña.

—¿Qué pasa, Manthis? —inquiere de repente, su tono serio.

El apodo me saca una sonrisa involuntaria.

—Nada, Lena.

Pero no es verdad. Sí, pasa algo. Pasa que, por primera vez en mucho tiempo, el sonido de la risa no me atormenta. No me recuerda lo que perdí. En cambio, me recuerda algo que no había sentido en años: calidez.

Es aterrador. Porque esa calidez no debería estar aquí. No debería permitírmela. Pero ahí está, latiendo suavemente en mi pecho mientras miro a esta niña pequeña que riega flores como si fuera la tarea más importante del mundo.

Lena vuelve a reír y ese sonido me golpea de nuevo.

No sé si esto es bueno o malo. No sé si debería quedarme aquí o regresar a mi casa, cerrar la puerta y olvidarme de todo. Pero no me muevo. Porque, por primera vez, el sonido de la risa no me duele. Y, aunque no entiendo por qué, quiero seguir escuchándolo.

El sonido de la risa de Lena aún está en mi cabeza cuando más tarde ese día me encuentro estacionado frente al edificio gris donde trabaja uno de mis pocos conocidos en este pueblo. El tipo no es un amigo, ni mucho menos, pero hemos cruzado palabras las suficientes veces para que yo sepa que puede ayudarme con lo que tengo en mente.

No sé por qué estoy aquí, no realmente.




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