«Un golpe de realidad es lo que a veces necesitamos para darnos cuenta de que no es posible regresar al pasado».
Bruges, Bélgica
Mathis
El sol de la tarde entra a mi casa a través de las cortinas desgastadas, iluminando partículas de polvo que flotan en el aire. No sé exactamente por qué decido limpiar hoy la oficina. Es un cuarto que he evitado durante años, una tumba para mis propios recuerdos.
Pero algo me empuja. Quizá sea la voz insistente de Lena resonando en mi cabeza, su risa quebrando silencios que antes me resultaban cómodos. Tal vez sea porque necesito hacer algo, cualquier cosa, para acallar el tumulto en mi mente.
Abro la puerta lentamente. El aire dentro huele a abandono, a papel viejo y madera estancada. La habitación está tal y como la dejé aquel día. Los libros apilados en el escritorio, las notas garabateadas a medio terminar, y el juguete de plástico de mi hijo, un pequeño coche rojo, abandonado sobre una silla.
Me detengo en seco al verlo. Ese maldito coche. Había sido su favorito, uno que nunca soltaba. Siento una punzada en el pecho, pero avanzo.
Empiezo a mover cosas sin pensar demasiado, limpiando el polvo, apartando cajas, intentando ignorar los fragmentos de mi vida que salen a la superficie con cada objeto que toco.
Es cuando abro un cajón al fondo del escritorio que lo veo. Es una hoja doblada, arrugada en las esquinas, escrita con la letra infantil y desprolija de mi hijo.
Mis manos tiemblan al sacarla. Reconozco el papel de inmediato. Había estado perdido en algún rincón de mi mente, pero ahora regresa con una fuerza brutal.
Lo abro con cuidado, como si temiera romperlo.
“Querido papá,
Cuando sea grande, quiero ser como tú…”
No puedo seguir. Mi visión se nubla, y la letra borrosa frente a mí es un golpe directo al corazón. Sé lo que dice. Lo leí una vez, antes del accidente, y luego nunca más.
Era una carta de mi hijo, escrita como parte de una tarea escolar. Algo sobre su futuro, sobre lo que quería para nosotros. Me dejo caer en la silla, sosteniendo la carta entre mis dedos como si fuera a desintegrarse.
“Espero reparar casas como tú. También espero que sigamos jugando juntos. Eres mi mejor amigo. Me gusta cuando me enseñas cosas. Prometo ser bueno y no dejar mis juguetes tirados. Quiero que seas feliz y que nunca te enojes. Te quiero mucho, papá.”
Las palabras están grabadas en mi memoria, aunque me duela admitirlo. Y ahora, aquí están, gritándome desde el papel. Mi pecho se siente como si estuviera atrapado en un torno. La carta cae de mis manos al suelo. Fui su mejor amigo. Él pensaba eso. Me admiraba, confiaba en mí. Y yo… lo dejé ir. No pude protegerlo, no pude cumplir con lo que esperaba de mí.
El aire en la oficina se siente pesado y opresivo. Me levanto para alejarme del escritorio como si fuera un enemigo al que no puedo enfrentar. Camino hacia la ventana, abro las cortinas, y dejo que la luz inunde el cuarto. Pero ni siquiera eso alivia el peso que llevo dentro.
¿Por qué no puedo olvidar? ¿Por qué no puedo dejar ir?
Miro el cielo como buscando respuestas que sé que no llegarán. Y entonces, como si estuviera ocurriendo a miles de kilómetros de distancia, escucho la risa de Lena, tan vibrante y llena de vida, filtrándose a través de la ventana abierta.
Me quedo allí, inmóvil, permitiendo que ese sonido llene el espacio que antes era silencio. Por un momento, cierro los ojos y me dejo llevar por un pensamiento extraño: Quizá, solo quizá, alguien como Lena puede enseñarme a ser «un buen mejor amigo» otra vez.
Pero por ahora, estoy atrapado en este abismo de culpa y tristeza, y no estoy seguro de cómo encontrar el camino de regreso. Me dejo caer en el sofá con la carta todavía en el suelo junto al escritorio, es como un fantasma que no quiero enfrentar. La risa de Lena ya se apagó, pero el eco sigue ahí, rebotando en los rincones de mi mente.
Me hundo en el silencio, ese que siempre me pareció cómodo, pero que ahora se siente como una prisión. Estoy a punto de levantarme para cerrar las cortinas y hundirme en la rutina de no hacer nada, cuando escucho un golpecito en la puerta.
Es suave, casi tímido, pero suficiente para sobresaltarme. Me quedo quieto, esperando que sea una ilusión; no obstante, ahí está de nuevo. Suspiro, me paso una mano por el rostro y voy hacia la puerta. Al abrirla, Lena está allí, con una gran sonrisa y las manos juntas detrás de la espalda.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, tratando de sonar serio, pero mi voz sale más suave de lo que esperaba.
Lena se balancea sobre sus pies y se encoge de hombros.
—Mi corazoncito me dijo que viniera a buscarte.
Frunzo el ceño.
—¿Tu corazoncito?
Ella asiente con tanta determinación que no puedo evitar soltar un leve resoplido.
—Sí. Dice que necesitas cenar con nosotras.
Ceno todas las noches. Solo. Con comida enlatada o lo que sea que esté en el refrigerador. Pero la idea de rechazarla me pesa más que mi propio orgullo. Miro hacia la oficina, hacia la carta que todavía yace en el suelo, y sé que si me quedo, esa tristeza me va a devorar.