Domingo 18 de enero, 2017.
Como era su rutina, Adeleine se despertaba antes que sonara la alarma, aún cuando la seguía programando por costumbre. Sin embargo, esa madrugada que estaba a nada de irse a trabajar como robot, recordó que era fin de semana por lo que no le tocaba laborar. Eso la alivió. Si era honesta, siempre experimentaba cierto pesar, porque era consciente que Vivienne a duras penas era capaz de cuidar de su hijo como correspondía por diversos factores. Ese pensamiento le quitó el sueño, entreteniéndose en cuanto comenzó a acariciar los cachetes de su pequeño que dormía aferrado a su cintura. Sonrió, queriendo que Hans nunca fuera infeliz o se viera perjudicado, no soportaría que le sucediera algo malo.
Así, la mañana tocó a su puerta mientras Adeleine lo contemplaba. En el fondo, comprendía lo que estaba pasando la mamá del castaño, pero no podía hacer más que ayudarlo con sus terapias y atenderlo de lunes a viernes. Tampoco pretendía perderse la infancia de Hans cuando los niños crecían como el mismísimo viento. En cuanto vio al niño moverse, señal que le advertía que iba a levantarse pronto, Adeleine le besó el rostro y la punta de la nariz, envolviéndolo en sus brazos. Asimismo, ignoró las quejas del menor, sintiéndose dichosa de tener a ese pequeño ser.
—¡Mami! ¡Mami! —llamó fastidiado, queriendo apartarla por estarlo apretando contra su pecho. Adeleine se carcajeó, sosteniendo aquel cuerpo diminuto entre sus brazos antes de abandonar la cama y tirarlo al aire. —¡Mamá! —chilló entre asustado y divertido, viéndose más dominado por la diversión al confiar en que su madre jamás lo dejaría caer. Y así fue, estuvieron jugando unos diez minutos hasta que bajaron a la primera planta donde encontraron a Mitzy preparando el desayuno. —¡Tía Mitzy! —saludó aquel duendecillo, corriendo a saludarla. La nombrada le devolvió el saludo con una sonrisa.
—No, no, no. —lo detuvo Adeleine, cargándolo de nuevo en cuanto se dio cuenta que iba a meterse un pedazo del desayuno a la boca. —Antes de comer, debes lavarte los dientes. —advirtió, llevándoselo como un paquete en el brazo de retorno al segundo piso. El pequeñín arrugó la nariz, pataleando. —Si no eres limpio, entonces te enfermarás bastante, Hans. —le explicó con paciente, entonces le proporcionó un cepillo con pasta dental para que se cepillara. —Así, mira, tienes que imitarlo. —le dio instrucciones, comenzando a lavarse los dientes para que su hijo siguiera el ritmo, cuestión que obedeció a regañadientes.
Adeleine no solamente se sintió feliz porque le hiciera caso, sino porque se daba cuenta que quizás estaba siendo bastante egoísta por ser la única en experimentar este tipo de cosas y ser parte de la infancia de su hijo. Era evidente que compartía muchas similitudes con Noah Claymore y que era consciente que era el padre, pero aún le quedaba cierta duda sobre si se trataba de un gemelo o pariente idéntico. Además, él parecía no recordarla o no querer hacerlo.
Hace tres años, Adeleine había intentado localizarlo, empleando cualquier medio a su alcance, menos revelándole a su hermano mayor la identidad del padre biológico. El nombre también era demasiado común, así como su descripción física. Tal vez, hubiera sido más fácil si le pedía dicho favor a su hermano que era militar y se manejaba en esa área, pero no quería deberle nada. Así, pasó tanto tiempo que se convenció que no volverían a toparse hasta hace dos semanas que se lo encontró como su nuevo paciente. De todos modos, ¿cómo iba a decírselo? ¿y si la tildaba de loca?
—¿En qué piensas, mami? —consultó Hans, fijando sus hermosos ojos idénticos a ese gruñón que cuidaba día tras día. No se había dado cuenta que se perdió en sus lagunas mentales hasta que la mala pronunciación del niño la interrumpió.
—En nada, mi amor. —lo tranquilizó, tomándolo en peso para ir al primer piso. El niño se estiró encantado de ser escoltado como un rey hasta su silla en el comedor. Fue tanta su fascinación que no le tomó relevancia al rostro angustiado de su madre.
Adeleine no paraba de preocuparse. ¿Estaba siendo cruel al privar a Hans de conocer a su verdadero padre? ¿Acaso él le recriminaría por no haberle dicho nada? Si decidía confesar, ¿cómo debía informarle a un paciente depresivo? ¿Y si lo mataba de la impresión? Se sometió a una dura ronda de preguntas que no la abandonó en todo el día, ni siquiera cuando el tiempo era limitado para disfrutar de su pequeño. No pudiendo aguantar más la duda, le preguntó a Mitzy, aquella tarde que salieron al parque y Hans se fue a columpiar.
—Lo encontré. —soltó de la nada, sin aplicarle ninguna anestesia a Mitzy. La muchacha que se encontraba comiendo, se mordió la lengua por la noticia. Parpadeó tan rápido que sus pestañas un poco más y salen volando como mariposas.
—¿Qué? —se descolocó, no sabiendo a quién se refería.
—Al padre de Hans. —mencionó nerviosa, experimentando un torrente de escalofríos que no disminuyeron al ver la boca abierta de Mitzy. Tuvo que coserse los labios, porque sino ingresarían moscas a su cavidad bucal.
—¿Dónde? —susurró, como si no hubiera suficiente bulla para no ser escuchadas. Adeleine suspiró, no despegando la vista de su pequeño que corría e ignoraba al resto de niños que querían jugar con él. Se parecían demasiado.
La enfermera se agarró el puente de la nariz, admitiendo:
—Es mi nuevo paciente. —recitó como si hubiera cometido un pecado por romper la ética como enfermera y terapeuta. Pero… cuando eso pasó, solo eran dos desconocidos, quiso amilanar su culpa, agregando ante la cara estupefacta de Mitzy: —Digo, son parecidos aunque yo no estoy segura y… —balbuceó, temiendo darse cuenta. Tuvo que respirar y decir: —No me recuerda. —garantizó convencida de eso. De eso, no tenía duda, no sabía por qué o… al menos creía que había una razón. No esperaba de Mitzy, no hasta que se carcajeó como lunática, haciendo que la gente las viera como raritas.