Ilustración de capítulo: https://prnt.sc/8iI3-RQzMC6Y
Hoy, en 1989, me encuentro culminando mi carrera como cadete en la academia. Sin embargo, siempre he tenido el sueño de conformar el equipo de la DDI y participar en investigaciones sobre criminalística. Aunque los estrictos años de entrenamiento me hayan hecho desestimar algunos sucesos históricos, con Belén Palacios, mi compañera más allegada, aún seguimos recordando aquél rumor sobre el caso de León Martins.
Tras su fallecimiento, en 1986, el caso fue derivado al Inspector David Attheu. Un hombre que, desde el inicio de su carrera, había desentrañado diversos delitos de estafa.
Belén y yo soñábamos con palpar el expediente y analizar los datos reunidos hasta la fecha. Mi interés aún incidía, pero el departamento de investigación solía ser conformado por ciertos técnicos. No había manera que yo, Jazmín Neia, con 19 años, cadete en la oficina de seguridad pudiera acceder a dicha información.
Y aunque las órdenes fueran claras, en singular entendimiento, las jerarquías discriminaban la oportunidad de acceder a ciertos documentos. Salvo que por antiguedad o recomendación pudiésemos intervenir.
Culminando el verano del 89’ se me permitía cierta ilusión en los años posteriores. Y aunque mis padres me apoyaran hasta el cansancio, operaba una realidad que me hacia sentir ajena en la comisaría. Limitadas oficiales recibían acceso a puestos de trabajo que implicaran presencia en las calles. Muchas de mi galardonadas compañeras acabaron tras un polvoriento escritorio, obrando de manera administrativa.
Tampoco el azar me iluminaba en el presente. El comisario Baltrán, me había ofrecido ser su secretaria por mi efectiva participación en la academia. Pero advertir a los efectivos controlar determinado papeleo, alejado del rol administrativo me invitaba a negar el puesto. Claro estaba que, a la fecha, no se accedía fácilmente a una comodidad laboral como secretaria del comisario general. Aún así, mis ambiciones eran mayores y, por causas del destino, el técnico de huellas, Ricardo Pétrico, me otorgó una salida a mi incertidumbre.
Con 68 años, el hombre se consagraba como uno de los oficiales más añejos de la comisaría. Poseía una memoria envidiable y una paciencia irreconocible en la época. Pero, más allá de todo, se remarcaba su pasión por el oficio y, aunque quedaran pocos años para obrar, aunque diariamente le recriminaran no hallar un sustituto, también él se cuestionaba la impaciencia de los jóvenes cadetes.
Por lo general, los interesados no suministraban tolerancia ni respeto a los deberes. Y, asimismo, Ricardo nunca parecía haber optado por instruir a una dama.
Como una ráfaga de suerte el hombre desconocía mi facilidad, desde pequeña, como buscadora inquieta de utensilios perdidos, o de monedas de 10 centavos en la piscina de mis abuelos. Tales hechos eran mi carta de presentación para unirme al equipo.
En mi infancia todo era un juego que, extraordinariamente, se había convertido en mi labor más efectiva. Me fascinaba observar situaciones, desmenuzar las causas e investigar la pérdida de objetos determinados. Mi abuela a menudo sufría de atigmatismo y solía llamarme para encontrar lo que fuera que hubiese perdido. Ni qué hablar de encontrar algún viajante pelo en los platos de la comida.
Parecía ostentar la mirada de un halcón, nada se escapaba de mi alcance. Y, por tanto, en la iniciativa de unos cuantos cadetes como asistentes del oficial Pétrico, me uní a la búsqueda de una pelotita antiestrés que el hombre había arrojado entre el desorden de la oficina.
La proeza era ideal para constatar qué recluta era mayormente paciente que el resto y, aunque el área de búsqueda no fuese amplia, existían muchos recovecos, documentos, muebles grisáceos por la cantidad de polvo, trofeos y alguna taza con café de hacía semanas. Además, los cinco varones estaban dispuestos a obtener el respectivo cargo.
Sus miradas de repulsión hacia mi presencia me habían arruinado toda posible libertad. Sin embargo, ante la sonrisa del anciano, sentado junto a su escritorio notaba una trampa en la misión. Buscar una pelota de gomapluma amarillenta podía ser un juego de niños a la vista y, aún así, los varones sentían que les hacían pasar por tontos. Las risas en el departamento, por poco, alegraban a más de uno en la severidad del trabajo.
Y, a medida los cadetes se retiraban, el hombre vociferaba con suma altanería:
– Lo sabía... ¡Son unos buenos para nada! –
Aunque rieran por sus pésimas participaciones, por la impaciencia y por como les vieran, más reían por mi.
A lo mejor creyeran que era una especie de mascota aguardando por una oportunidad. Siquiera me había movilizado de la silla que el hombre me observaba con desprecio.
– ¡Al menos ellos lo intentaron! –
Pero sabía perfectamente que todo era un engaño. Ricardo solía quejarse de la impaciencia y no del resultado de una búsqueda.
– ¿Acaso no pensas decir nada? ¿Sos muda? –
Ciertamente, era buena para observar pero pasaba de dialogar con un simio que no esperaba respuesta a sus preguntas. Así fuera, incluso, mi superior. Antes que resolviera echarme del despacho, señalé a su mano.
El hombre jamás había soltado la pelota y, producto de la ansiedad presionaba instintivamente aquella circunferencia.
Mientras los otros habían optado por buscar en las láminas de pino del suelo, o entre los documentos y en el cesto, yo sabía que ese señor tan tenso no podría desprenderse fácilmente de su pelota.
Luego de indicar a sus manos, el señor palideció notoriamente. Y, por mi parte, aproveché para retirarme de la oficina, mientras las miradas de desaprobación, risas ridiculas y alguna típica contemplación lasciva me pesaban en el ambiente. No obstante, el oficial Pétrico salió de la oficina y, ante la sorpresa de todos, me detuvo: