El Expediente Secreto de 1980

VII - Margarita Cañada

A la mañana siguiente, espabilé ante un destellante rayo solar que se abría paso entre las cortinas. Oí ruidos y, al despertar, me percaté que Belén no dormía. Procedía a ducharme y fragmentos de investigación replicaban dentro de mi mente retumbante. A medida sentía como el agua salpicaba sobre mi cuero cabelludo, recordaba cada escena como si fueran recientes. Siquiera recordaba qué hora sería e imaginaba recibir una llamada de emergencia. Correr a media vestir y de sólo imaginarlo ya me estresaba.

– Vamos dormilona. Ya va siendo hora – Exclamó Belu, de repente y fue tal la sorpresa que el jabón se deslizó hacia mis pies. Por poco salgo desnuda ante un furtivo patinaje.

– ¿Sabés lo que nos espera? –

Me rodee del fino toallón que aparentaba una bata por su extensión y, en lo que ajustaba el nudo, me frotaba con una toalla en el cabello.

– Adiviná – Decía Belén, con tanta energía que siquiera asemejaba a una cadete de la policia.

En lo que se reconstruían las ideas en mi memoria, gesticulé un gemido de incertidumbre y, con su emotivo rostro me ofreció el menú del día de un Resto-Bar cercano.

– Dicen que se trata de uno de los mejores platillos en Doña Margo –

Pasadas las horas caminábamos por calle Las Heras. Superábamos le departamento de policia y, aunque me rememorara a las últimas situaciones vividas, Belén, muy graciosa apresuraba la marcha. Temía que nos llamaran para prestar servicio en el día de descanso, sólo por pasar por ahí.

La situación me implicaba muchísimo y sentía la necesidad de seguir investigando. Pero sabía, perfectamente, que el caso sería un trabajo de hormiga.
Al llegar al bloque de calle que se convertía en peatonal, contemplé el Hospital a mitad de cuadra que producto de los individuos dificultaba su ingreso frontal. En el pasaje de observaciones advertía dos hombres de características bastante humildes. Probablemente señores que vivían en la calle. Uno portaba un camperón enorme, joggins y unos zapatos muy deshechos, mientras que el otro vestía una especie de delantal celeste con un jean gastado y destrozado.
Regresando la mirada al frente vi la sonrisa de oreja a oreja en Belén. Súbitamente alzaba los dedos índices señalando al cartel que respondía a la estimada Doña Margaret. Junto a la puerta de ingreso, presencié una extensa lista de desaparecidos, siendo el recorte más novedoso el de una mujer denominada: Margarita Cañada.

En lo que un mozo de formidable bigote nos entornaba la puerta y accedíamos al restobar, reflexionaba la curiosa relación que pudiese haber entre la desaparecida con el nombre del local gastronómico.
Por asuntos del azar, Belén eligió sentarse en un área que nos permitiera observar la peatonal por calle Las Heras, e incluso nos ofrecía una buena vista de la Avenida que cruzaba, Montevideo. Asimismo, en frente, se podía ver con claridad el expresivo diálogo de los señores de la calle. Pude constatar que uno se trataba de un cartonero, puesto que contaba con suficientes cajas como para construirse un castillo.

Mi compañera ya palpaba la carta y enrulaba un trozo de su lacio cabello con los dedos. Aún sonreía con tanta energía, que me contagiaba el buen humor. Siquiera había podido notar como estaba organizada la mesa, el mantel cruzado en dos, las servilletas impecables de lino, las copas tan transparentes que competían con el trasluz de la vidriera, los cubiertos que siquiera contaban con una manchita de óxido. Asemejaba a que los dueños eran muy minuciosos con respecto a los detalles.
De pronto, me encontraba con la mirada perdida hacia la barra que presentaba unos estantes cubiertos de variadas botellas de vinos y bebidas incluso más fuertes.
En el sitio logré divisar el ajetreo entre la dama junto a la caja, sobando las copas con un repasador y un asistente de cocina que contaba con un bonete de chef. ¿Por qué un asistente? Supongo que era común que el chef cabecilla en este tipo de restaurantes fuese un hombre más anciano, debido a que sus años de experiencia a bordo inspiraban seguridad en el comenzal. No obstante, por el nombre del negocio se le podría atribuir liderazgo a alguna abuela.
Sin ahondar en más reflexiones, oí la conversación:

– Si Margarita estuviera acá, te habría sobrestimado hace tiempo –

Y el muchacho, en retirada, respondía de espaldas, como quién no es muy dado para dialogar en respeto.

– Todos hablan de ella, pero nunca la vi presente en su propio negocio –

Más tarde, la dama pidió silencio y, renegando, el muchacho desaparecía al ingresar a la cocina.

– ¿Jaz? –

Espabilé de repente. Desconocía cuántas veces Belén me hubiese llamado y atendí la presencia del bigotudo mozo a mi lado que aguardaba portando una distendida servilleta en su antebrazo.

– ¿Listas, entonces, para pedir? –

A saber cuánto llevaba ahí y, debido a que no había observado siquiera la carta, resolví solicitar lo mismo que mi compañera.
Tan pronto fue su turno, pidió el menú del día acompañado por un vino blanco recomendado por la casa. Y, por el gesto del hombre, al cruzar el dedo pulgar con el índice sobre los labios, imaginé que el pedido sería costoso.

– Estás colgada amiga. ¿Es por lo de Attheu? –

Nuevamente volví en mi. Quizás con más revuelo que antes y asentí aunque aún no asimilara la pregunta. En aquél momento clave sentí como si despertase de una pesadilla. Pálida me reconocí vestida muy informal frente a ella, con una remera sin mangas y un jean gastado. Mientras que Belén había llevado una campera de hilo entramada encima de un vestido primaveral de tonos salmón que combinaban muy bien con su melena rubia.

– No te preocupes Jaz –

Casi parecía que hubiese notado mi repentina angustia o quizás, efectivamente, fuese en referencia al caso del Inspector David Attheu.

En medio del surtido diálogo, el mozo se avecinaba con el vino blanco, de pie sobre una fuente, que con sumo equilibrio sostenía con una extremidad al tiempo que escondía la restante detrás de su espalda.
Intentando no fastidiar dicha presentación, resolví contemplar al modesto dúo enfrente al Restobar, mientras el mozo destapaba el corcho y servía las copas.
Los hombres hablaban estrechamente, como si contaran algún secreto o chisme local, mientras uno le entregaba al otro un recorte de periódico. Y, en lo que el cuarentón del delantal se retiraba sobre la vereda sentí una extraña relación del mismo con el hombre que había visto ayer leyendo el diario, previo a ingresar al destacamento.




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