Iniciábamos labores en un nuevo día. Desde temprano llegábamos al destacamento y se propiciaba un gran revuelo ante la sublime llegada del Inspector de la Policía Federal. Se trataba de un reconocido profesional con un nombre muy curioso.
El comisario general Baltrán se notaba más cabreado que a menudo y, en la oficina polvorienta de Ricardo Pétrico, mis camaradas denotaban impaciencia.
Antes de la llegada del nuevo héroe, todo el mundo gritaba, sumidos en los nervios. El acontecer no era impropio en el cascarrabias de Pétrico.
– Buenos para nada. Esta es una oportunidad sin igual. Quizás ni yo tenga el placer de ser partícipe de ella. El magistrado Salazar ha nombrado a Romeo Artemis, el venerado detective federal que vendrá esta tarde a hacerse responsable del caso de Attheu, que en paz descanse –
Todos los presentes, los cinco en ausencia del sexto, nos mirábamos. Aunque no soltáramos palabra alguna, ya nos indagábamos mentalemente si la noticia era buena o mala.
No era una novedad que siempre hubiera diferencias en la policia federal y la bonaerense. ¿Hasta dónde se entramaban los límites en los casos? Asimismo, se trataba de una cuestión de honor. Mientras que en mi, más que honor se trataba de una pronta resolución de casos.
Desde el día pasado sentía un inmenso deber, hallar a Margarita Cañada.
Repentinamente el silencio fue una constante en los ambientes. Desconocía si alguien hubiese muerto por un paro cardíaco. Nuevamente, crucé miradas con mis compañeros y me ganaba la curiosidad. Me acerqué al egreso y, a duras penas, se oían las turbinas constantes de los ventiladores sobre los escritorios.
Distinguí correctos pasos de un hombre que llegaba. Portaba un maletín, un delicado traje gris cubierto de un sobretodo y sombrero, zapatos de cuero crudo y el replicar constante de sus pisadas sobre la superficie.
Más de uno tragaba saliva con su llegada. El comisario se dirigió hacia él, incluso parecía casi dispuesto a inclinarse con cierta desazón.
– Bienvenido Inspector Artemis –
El hombre se quitó el sombrero, dejando entrever como se acomodaba una peluca grisácea y balbuceó con tono porteño:
– ¿Acaso esto es un asilo abandonado o qué? Vamos... Normalicen. No soy ningún actor, mucho menos Mirta Legrand –
Fue inevitable ocultarme los labios con los dedos ante tal comentario. Pobre de quién tuviese que lidiar con sujeto semejante. Sin embargo, eso significaba acceder al expediente y debo decir que me permitía un mínimo de paciencia.
Ricardo Pétrico se palmeó la frente a mano desnuda, no justamente porque yo anduviera espiando.
De a poco, todos liberaron la tensión y siguieron con sus labores diarias. El comisario se encargaba de guiar al detective hacia su oficina. A medida avanzaba observaba detenidamente los escritorios y al superar el polvoriento escritorio de mi jefe, nos observó y soltó un gesto de desagrado. Casi podía asimilarse al gesto de un arrogante niño de escuela primaria, cuando en realidad poseía una edad similar a la de mi jefe.
El trabajo proseguía con normalidad. El teléfono sonaba luego de un ciclo de ausencia. Pétrico y mis compañeros me observaban de pie, motivada, por la llegada del Inspector Federal. Había soltado un poco el pudor y contemplé todo de pie. No obstante, al regresar a mi asiento fue un desafío acomodarme ignorando sus miradas.
– ¿Y bien cadete Neia? Informe – Exclamó, de repente, Ricardo Pétrico, aligerando el ambiente:
Mis compañeros yacían rectos, como quién huye ante las incógnitas de un examen y tratan de pasar desapercibidos, a medida imaginan ser tragados por la tierra.
Algo debía decir y no me agradaba dialogar. Por un momento temí por mi. Sin embargo, opté por dejarme llevar en una interpretación de lo visto.
Siquiera me senté, retrocedí unos pasos largos hacia la entrada, hice seña de tomar prestado el sombrero de Ricardo Pétrico. Entretanto, él cruzaba los brazos, alzando los dedos pulgares y acomodaba las piernas encima del escritorio. A pesar de todo, sonreía y el humor no demoró en contagiar al resto de cadetes. Incluso otros oficiales y Belén observaban desde fuera de la oficina.
Con paso recto, como un señor Inglés, avancé tomando el sombrero, con la mirada en alto, viendo al falseado ventilador de techo, girando en torno así con un reiterado sube y baja. Luego, me quité con soltura el sombrero y despeiné mi melena, simulando llevar una peluca. En cuanto me disponía a decir el terrible comentario respecto a la actriz Mirta Legrand que hubiera oído, me contagiaron tanto la risa que me detuve. Luego sentí aplausos y un silbido a mi espalda. En lo que me volteaba de espaldas, aún sosteniendo el sombrero, advertí a Belén y otros ocultando la sonrisa ante un repentino semblante serial.
Mi amiga, con su antojadísimo genio, simuló estar ahorcada, casi pellizcando el cuello de su uniforme, cerrando los ojos y sacando la lengua. La advertencia era sublime, pero tardía.
Llegaban el comisario general junto al inspector federal y se percataron de la indecorosa situación.
Pétrico, por poco se tumbaba de espaldas, tras empujar las piernas sobre el escritorio. Mis compañeros sudaban ante el repentino silencio y yo me vi desnuda ante la peculiar mirada de Romeo Artemis.
– Y acá tenemos la oficina de la DDI – Clamaba el comisario general.
Por instinto llevé las manos detrás, queriendo ocultar el sombrero y me mantuve lo más severa posible ante la llegada de los altos mandos.
El mayor, fuera de la sala, observaba todo con desaprobación y, Ricardo Pétrico, entre tosidos murmuró:
– De pie, novatos –
Al instante, mis camaradas se elevaron y se giraban casi roboticamente al tiempo que arqueaban las cejas.
– Ya veo. El magnánimo Pétrico, mentor en la DDI – Respondió Artemis, sin perderme de vista.
Más tarde, entre el incómodo silencio, el comisario general se adelantó y anunció: