El Expediente Secreto de 1980

XI - La Clínica Privada

El almuerzo nos permitió un pequeño descanso. No intercambiábamos palabra alguna y el comensal presente era reducido. Luego de abonar por los servicios, quizás por la expectativa de aquellas mujeres, Romeo Artemis ofreció pagar la respectiva cuenta. Yo había separado mi parte de antemano, pero la moza únicamente aceptó el dinero del Inspector y tuve que conservar el propio.
Pasados los minutos salíamos nuevamente a la peatonal. Aunque fuera el mediodía los individuos pasaban continuamente como una plaga. Rutinariamente tomaban el mismo camino, como si no hubieran más opciones entre las calles de Villa Italia. Y, reflexionando sobre ello, advertí que el hombre de la calle permanecía en su sitio. Luego de unos metros nos encaminábamos en dirección a la clínica privada.
Desde fuera advertimos bastante personal. Pasaban tantos civiles fuera del Hospital que la vidriera asemejaba a una galería de tiendas.
No demoré en recordar el artículo que había leído en el periódico, respecto al flojo servicio de los hospitales por falta de personal. Me resultaba una gran ironía, puesto que este lugar ostentaba más oficinas y trabajadores, incluso, que el personal del destacamento de policías. Algo no cuadraba con la nota informativa. Mientras el Inspector se dirigía a la recepcionista, yo optaba por sumergirme en los pasillos, buscaba algún aviso respecto a individuos desaparecidos. Para mi estupor no había absolutamente nada. Las salas de espera eran un desierto y, tanto médicos como enfermeras pasaban tranquilamente esbozando sonrisas. Siquiera cerraban las puertas de algunas oficinas.

Romeo Artemis también yacía asombrado. La clínica asemejaba a un Hotel de verano, donde cada uno pedía permiso a un pie para adelantar el otro. O bien tenían pocas obligaciones o simplemente las ignoraban.
En tanto consultaba a la recepcionista sobre datos suministrados con respecto a los últimos pacientes que hubieran concurrido, adquirió la respuesta imaginada.

– Eso es información confidencial, Señor –

– Soy el Inspector, Romeo Artemis –

Y tal contestación, atrajo la mirada de un grupo de médicos en una de las tantas oficinas. De entre ellos, uno con melena brillosa y peinada hacia la espalda, delantal blanco abierto y camisa muy colorida, se ofreció a dar un tour por la clínica privada.

– Muy amable por la oferta. En cuanto mi compañera regrese, accederemos gustosamente –

El pálido hombre, de apariencia muy delgada, asintió con una sonrisa de oreja a oreja. Romeo, tras la invitación, no perdía de vista al personal, que tras su afirmación se movían ligeramente hacia los pasillos. En cuestión de segundos en la gran sala no quedaba casi nadie.

En mi investigación llegué hasta el final del extenso pasillo y descubrí escaleras, tanto a pisos superiores como al subsuelo. Un hombre, cuya vestimenta difería bastante del resto, se acercó de pronto y murmuró:

– ¿Que le trae por acá...? Oficial –

Casi parecía que modificara su pregunta radicalmente, al advertir mi gafete. Sería impropio que me reconocieran, pero, aun así, la situación no dejaba de levantar sospechas. Sin que hiciese mención de nada, el hombre comenzó a describirme los accesos de las escaleras y luego me ofreció regresar por donde había llegado.

– Hacia arriba, la clínica ofrece la mayoría de servicios de emergencia y terapia intensiva. Mientras que debajo poseemos un garaje, además de la recepción y salida de ambulancias –

Asentí y me retiré por dónde había llegado y, con cierta picardía, el señor me murmuró:

– Nunca debería olvidar su arma reglamentaria, señorita oficial –

Con tal frase me intimidaba y, más aún, al permanecer a mi espalda. Pero mis ojos optaron, sin remedio, por permanecer al frente y no demoré en alertar algo confuso en un aledaño ambiente, que no había advertido al llegar. Sobre una difusa mesada, varios hombres jugaban con naipes, mientras al fondo se oía un golpe reincidente contra una puerta. La mayoría portaba uniformes blancos, a excepción de uno que me observaba lascivamente y llevaba un delantal de color celeste.
Los estruendos contra la puerta me dieron a pensar que bromeaban a alguno. A medida me alejaba, oí un silbido al pasar y, de pronto, noté como más hebras se soltaban de mi cabeza. Asimismo, un profundo escalofrío me avanzaba por la espalda, incomodándome demasiado.
El diálogo confluyente me confirmaba las miradas de aquellos hombres:

– ¿Qué carajo haces acá? ¡Imbécil! –
– Dejame ver un poco más, aguafiestas –
– ¡Volá, payaso! ¿Perdiste la cabeza? –

Una comunicación muy extraña, a pesar que me conviertieran en un objeto de visión sobre aquella pasarela. Si ese hombre no podía estar acá, significaba que en alguna parte de la clínica el servicio les obligaba a portar uniforme celeste.
Repentinamente, alcanzando la última puerta que llevaba a la gran sala, constaté una señalización básica. Se trataba de dos flechas, la que descendía era negra, mientras que la que ascendía era celeste.
Pretendía hacer una anotación en el bloc de notas y, al ver que había escrito previo al almuerzo, rememoré a la ancianita en el Hospital Público, que se tapaba los labios señalaba hacia el techo.

Cuando me encontré con el Inspector, quién me observaba algo tenso y a un médico sonriente y flacucho a su lado, me sorprendió que su camisa no sólo no combinaba con la vestimenta, sino que me recordaba a las chombas coloridas que portaban los hombres de Industrias Fansma.

– ¿Todo dispuesto? – Exclamó, entre risas, aquél hombre. Y el Inspector asentía. – Bien, síganme –

En lo que el hombre se volteaba hacia otro pasillo que cruzaba, pasillo que nunca había avizorado, divisé que en el bolsillo de su saco, portaba unas gafas de sol, al igual que los de Fansma.




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