El Expediente Secreto de 1980

XVI - Sospecha al volante

Al parecer la pareja se habría comunicado con la policía debido a que, luego de soltar a su mascota, un dogo, que tras internarse en el predio, se perdió siguiendo alguna huella. Por más que le llamaran en reiteradas ocasiones, no habían conseguido dar con el mismo. Así fue que, adentrándose sobre el terreno descubrieron el cadáver y resolvieron llamar a la policía por medio de un nokia 6160.
Entretanto llegaban nuevas patrullas, me hallé en libertad para ingresar a la escena. Asombrosamente la víctima vestía un uniforme celeste y ante el tono de su piel se constataba que habría muerto unas horas antes. Sin embargo, las violáceas y prominentes ojeras nos encaminaban a la sospecha de una posible sobredosis. Muy probablemente la mascota de los ancianos hubiera perseguido el trayecto del culpable, puesto que junto al cuerpo se hallaba una pala y una fosa de poca profundidad. El paradero del animal podía garantizarnos hallar al victimario. 

– ¿Qué has descubierto, cadete? –

En silencio, tomaba el bloc de notas y registraba el uniforme celeste del cadáver y el perro dogo.
Antes que pudiese responder al respecto, oímos sirenas fuera del terreno.
Tan pronto advertí como Ricardo Pétrico y 5 peritos bajaban de la van policial, resolví distanciarme lo suficiente como para no perder de vista a los nuevos llegados.

En silencio, tomaba el bloc de notas y registraba el uniforme celeste del cadáver y el perro dogo.
Antes que pudiese responder al respecto, oímos sirenas fuera del terreno.
Tan pronto advertí como Ricardo Pétrico y 5 peritos bajaban de la van policial, resolví distanciarme lo suficiente como para no perder de vista a los nuevos llegados. Más tarde, hacía su presencia el magistrado Salazar, quién portaba el inaccesible expediente consigo.
Romeo Artemis me insistía en regresar al vehículo e indagar a la pareja, pero le ignoré. Temía que un algún miembro de la policía pudiera corromper la escena.
Entre los peritos, Tomás Bidonte me observaba continuamente. A medida comenzaba a extrañarme tal situación, tardíamente comprendí la situación. Sentí que alguien pesaba las manos en mis hombros y toda duda aparente se desvaneció por completo.

– ¿Cómo te fue hoy, amiga? –

Belén Palacios llegaba con su delicado rubor de labios que, aparentemente, no solo me magnetizaba a mí, sino que numerosos cadetes asimilaban estar al acecho ante su presencia.
Planeaba irme adónde se hallaba Romeo Artemis y, advertí como el perito Bidonte recluía la mirada hacia el objeto de investigación. Asimismo, sin mediar circunstancias, Belén me tomó del brazo. Parecía que intentaba detenerme y entre, mesurados, forcejeos, acabamos juntas delante de un muro quebrado de rocas, muro que conformaba una de las tantas paredes del terreno. Ocultas del resto de oficiales, aunque no tanto de la expectativa pública, ella se arrimó tanto que al oír su susurro percibí el delicado aroma en sus labios.

– Amiga. ¿Estamos bien? – Asentí casi para librarme de la situación. Pero no, sin antes responder:

– Tenés que ser mis ojos cuando me ausente, por favor –

Era evidente la posibilidad de que alguien de la fuerza pudiera corromper la escena. Después de todo, habíamos hallado un cigarrillo en el caso de Attheu y me habían señalado como la culpable de la intrusión. Menester era poseer certeza de cada acción y sabía que mi compañera era la ideal en quién confiar para eso.
Con su sonrisa fue suficiente para calmar toda la angustia. No obstante, había esquivado su incógnita por segunda vez consecutiva y eso era un hecho difícil de olvidar.
Rápidamente nos soltamos de todo tacto, casi buscando pasar desapercibidas y, en lo que atravesaba un par de conos viales, me incluí en la conversación entre Romeo y el anciano. La pareja yacía pálida, hasta se tomaba del rostro, como dispuesta a esconderse por medio de sus pequeños dedos.
Antes de inmiscuirme en el diálogo, oí una irónica frase por parte del cadete Bidonte, lo que me aseguraba que mi compañera le prestaba atención.

– ¿Líos en el paraíso? –

Reflexioné un lapso de tiempo sobre el paraíso, al tiempo que observaba el edificio de la clínica privada Galán, a cuadra y media. Sorpresivamente, la mitad ascendente de sus muros frontales poseían pintadas figuras de triángulos en tono celeste, como el uniforme aquél del fallecido. Sospeché que podía tratarse de un paciente y que, incluso, pudieron buscar el modo de sepultarlo tras una mala praxis. Tan pronto escuché el llamado de Romeo Artemis, regresé en mi ante tantas cavilaciones.

– ¿Cadete Neia? ¿Está con nosotros? –

Movilicé el cráneo asintiendo una respuesta y el canoso hombre que hiciera la denuncia prosiguió relatando su historia, mientras trataba de contemplar todas las posibles rutas de escape.

– Lo llamábamos repetidas veces, pero parecía que ahí dentro había encontrado algo más importante – – Pensamos en un hueso – Agregó, luego, la mujer y rodeaba los labios con la palma de su mano.

¿Hablarían acaso de alguien en particular? Tardíamente logré afianzar la idea de lo que hablaban.

– ¿Qué raza es? – Interrumpía, Romeo Artemis. – Un dogo, de 6 años. Se llama Diego – Contestó el anciano y se adelantaba a mi pregunta sobre el nombre de la mascota.

En tanto advertía la preocupación de la pareja, constaté restos de tierra en la calle que cortaba mi mirada. Me encaminaba hacia la dirección, y el Detective Federal anunciaba:

– No pudo irse muy lejos... –

Al llegar a la huella, doblé las rodillas para inspeccionar con mayor cercanía y, al alzar la vista, lo comprendí. Las mismas se reiteraban aproximadamente cada medio metro.

– Ha tomado este rumbo – Respondí, de pronto, y los dueños del dogo se sobresaltaron al oírme tras sus espaldas. – ¿Que ha encontrado, cadete? –

Tan solo señalé la derivación de marcas en el asftalto y fue suficiente para que Artemis me llamara a toda prisa para retirarnos hacia el Ford Falcon.




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