El Expediente Secreto de 1980

XX - Lorenzo Mendiavales

Tras ciertas anotaciones, descubrí que en la impresión, a color, el hombre portaba un uniforme celeste. Así retomé las primeras hojas del bloc de notas e individualicé el nombre como un desaparecido en 1986 del hospital público, en Moreno 570. Boceté también, a grandes rasgos, su características faciales, la reducida cabellera, sus entradas, los ojos saltones, el puente extenso de su nariz, los labios apenas visibles en grosor y el mentón con desenlace circular. Debajo, registré «Trastorno de Afasia de Breca» entre signos de interrogación y decidí retirarme.
Entre el tumulto del personal, alcancé a oír un agitado llamado de voz afónica que me rememoraba al flacucho hombre. Aquél que se había ofrecido a guiarnos a Artemis y a mi en las inmediaciones de la clínica. También se trataba del fanático de Chevrolet que insistentemente deseaba conocer mi parecer sobre el asunto. Irremediablemente recordé mi pesadilla con él de solo oír su penumbrosa voz lo bastante cerca como para hallarlo a mi lado.

– Señorita –

Parecía dispuesto a enardecer al público con su reclamo. Gritaba sin importar nada, haciéndome dudar si se trataba realmente del personal o de uno de los pacientes disfrazado. Sin embargo, a pasos de llegar a la peatonal, resolví marcharme haciendo caso omiso y alcancé a oír a una de las enfermeras comentar:

– Ella anotaba algo frente a la fotografía del paciente Mendiavales –

De repente sentía una sensación que me punzaba en los pulmones y me reducía la respiración. Producto del estrés o, más bien, del temor. De reconocer que ese hombre, a mis ojos, podía tratarse del principal sospechoso en el crimen de Jorge Latorre y, probablemente, del Inspector David Attheu. Pero carecía de fundamentos suficientes para incriminarlo. Siquiera sabía cuál era su nombre y apellido para averiguar sus antecendentes y mi hipótesis perdía muchísima fuerza.
Me mezclé como pude entre los pasantes y creí oír, una vez más, su molesta voz llamándome. Siquiera le importaba dejarme en rídicula delante de los peatones.
Ya no lograba descifrar si se trataba del pánico o de la fusión de ruidos y diálogos en el área.

– Señorita oficial –

Sentí un escalofrío devenir y envolverme en torno a mi columna vertebral. Casi asimilaba la condición nerviosa del comisario general, Jerónimo Baltrán y creía, inclusive, sudar ante la propia presión.
Planeaba tomar mi indentificación para presentar un posible escándalo ante la sospecha del hombre y detenerlo, sólo por acoso. Aunque, al no estar trabajando e intentar investigar por mi cuenta, como una espía, en nada mejoraría las razones de mi actuar.
Me voltee tan ágil que me sorprendí a mi misma y sentí como la melena, libre, seguía su cauce ante mi impulso. Tan pronto acababa de girar, sentí como alguien me tomaba por el brazo. Aún permanecía creyendo que era aquél acosador, el flacucho de la clínica, y enmudecí un grito de rabia al descubrir que se trataba del cartonero de la esquina.

– Soy yo. Noe. ¿Se encuentra bien, oficial? –

Desperté de la vivida pesadilla y, aunque el resto del mundo no lo notara me descubrí indefensa, sola y objeto de miradas triviales. Cerré los ojos al comprender cuánto me había perseguido y percibí profundos mareos ante las diversas comunicaciones que se distendían con total soltura a mi alrededor.
En tanto volvía a abrir los ojos y, suspiraba, advertí al alegre y humilde hombre con su cabellera tan oscura como el ónix y la barba gradualmente gris. De semblante tan redondeado que me inspiraba una ciega confianza.
Asentí, con naturalidad, y solté la identificación en mi bolsillo para liberar tensiones.

– Disculpe la molestia pero debo hablar con usted –

Nuevamente asentí, tratando de retomar la normalidad y sus palabras me ayudaron a recobrar el sentido.

– Sabe... A menudo, un paciente del hospi viene. Me visita, me habla de un gran amor y su necesidad de mantenerla a salvo –

¿Un paciente? Me indagué a mí misma y me permití seguir oyendo la historia. Puesto que parecía un hombre dispuesto a desembuchar bastante información ante el silencio rutinario.

– A cualquiera le parecerá un loco de remate, pero hoy le ví preocupado y como es uno de los pocos que se anima a acercarse y hablarme, me angustió un poco –

Paciente, loco de remate... Tomé mi bloc de notas siguiendo mi instinto y le enseñé el boceto que había realizado. El hombre conservó silencio y asintió movilizando la cabeza.

– Ese hombre necesita ayuda urgente, oficial –

Y, ante el acontecer, consulté:

– ¿Le ha visto recientemente? –

Tan pronto me asentía, señaló hacia la dirección donde se hallaba el Destacamento de Policías. Agradecí y emprendí camino, al tiempo que escuchaba las palabras justas. Las que más venía ansiando.

– El sabe algo, oficial –

Al llegar a Avenida Montevideo un montón de ideas se acoplaban en mi cráneo a punto de perderse si no me disponía a registrarlas, mientras una serie de indagatorias me generaban mayor interés por la investigación. Sentí la piel de gallina, como si estuviera demasiado cerca de un gran descubrimiento o de un inmenso infortunio.
¿Lorenzo Mendiavales era el hombre que a Noe le preocupaba? Si se dirigía al destacamente podía ser vital para la resolución del expediente. Portaba un uniforme celeste y algo me decía que, en ausencia mía y de Romeo Artemis, el paciente no estaría en buenas manos ahí dentro. Aunqu emi hipotesis aún no se confirmara, como detective, me veía obligada a sospechar hasta de la sombra de mis compañeros y también, ¿por qué no? del mismísimo magistrado Salazar. Casi por causa efector recordar a aquél anciano me iluminó el horizonte en una nueva y probable hipotesis descabellada.

¿Podría, a lo mejor, el juez haber hecho anotaciones durante el peritaje por la muerte de David Attheu? ¿Sería además Quimera una empresa ficticia bajo su propia autoría?




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