El Expediente Secreto de 1980

XXII - El Torino Esmeralda

Ante el pasaje hacia el segundo piso, hallé un andén mucho más desértico que el anterior y la silueta de un coche americano atrajo mi atención. Me acerqué hacia el polvoriento automóvil, solté las bolsas un momento y me recliné sobre el suelo para alertar que poseía una importante pérdida de aceite. Froté la mano por encima del guardabarro y la recubrí de tierra. A saber cuánto llevaría ahí, oxidándose ante el cambio climático y el abandono. Además los daños en el andén me aclaraban que nadie solía acceder a la sección.

– ¿Quién podría abandonarte así, muchachote? – Exclamé palpando las ventanillas.

Tan solo al ver su carrocería descubrí que se trataba de un Torino, color verde esmeralda, de los 80s. Busqué registrar la patente para localizar al dueño e informarle sobre su estado y, de pronto escuché pasos ligeros desde el fondo. Se acercaban, probablemente a salir del sitio o a cuestionarme por ingresar a un acceso inhabilitado. Por lo tanto, opté por ocultarme detrás del coche.
Al oir los agitados suspiros, comprendí que se trataría del paciente, Lorenzo Mendiavales. Junto al vehículo le llamé y le ofrecí las dos manzanas limpias que me quedaban.

– ¡Esperá! –

Asustado, el hombre me observo y toda la cautela se fue por el garete. uve que sobar el capó del torino y dejar las manzanas en la superficie. Sólo por si el hombre decidía regresar al mismo sitio.
Como pude, tomé las bolsas, y salí a buscarle. Pero, en lo que descendía, avizoré que el hombre ya llegaba a la salida y gritaba:

– ¡Nos atacan! ¡Nos atacan los ingleses! –

La mayoría de individuos se sobresaltó ante los gritos del demente, que se retiraba con el uniforme celeste y portando varios periódicos ensamblados.
Por mi parte, me dirigía con el ceño erguido, cuando de pronto, un muchacho se aproximaba con un escobillón en mano. Como si con ello pudiese defenderse de un ataque armado ante la paranoia de Mendiavales.

– ¡¿Dónde están?! – Exclamaba, lleno de valor.

A saber si quería atrapar mi atención con tal decisión o le faltaban más jugadores que al que se había ido antes.
De repente, se rió y su alegría me contagió el sentimiento.

– Está medio loco, disculpalo – Comentó, en referencia al paciente y aproveché la oportunidad para indagar. – ¿Lo conoces? –

En un gesto de incertidumbre, el muchacho alzó y separó las manos.

– Si y no. A veces se escapa de algún loquero y se esconde en este sitio. Por suerte, el segundo piso no tiene acceso así que le permite pasar la noche en calma. En fin, mejor me apuro a regresar o tendré líos con el jefe. –
Inclinó el rostro y se retiró.
En lo que se iba alejando, ante mi paso de tortuga, volví a indagar:

– ¿Y el torino de arriba? –

El muchacho, de tez morena, me observó de pronto y gritó:

– Hermoso, ¿no? El dueño no ha regresado desde hace 4 años y tiene algún malfuncionamiento. Me da pena, pero planean venderlo para justificar los gastos del abandono –

Palidecía al comprender que un automóvil como ese estuviese abandonado. Luego confirmó:

– Si pagas las deudas podrías quedártelo o, si logras ubicar al propietario. Aunque creo que murió, o así dicen. –

Se me iluminó el rostro ante tal noticia y consideré la oportunidad. No obstante, Lorenzo Mendiavales había desaparecido otra vez más y, aun, siquiera llegaba a retirarme del estacionamiento.

Así fue, que regresando a la residencia reflexionaba sobre la emotiva noticia. Aunque no me mentalizara en el costo de las deudas por los 4 años, estaba más que dispuesta en localizar al propietario. Y aunque hubiera perdido de vista al paciente de la clínica privada, sospeché que no se hallaría demasiado lejos.
En lo que regresaba a mi hogar, por calle Las Heras, advertí como un Chevy SS pasaba junto a mí, en la acera. La carrocería de este era de tono bermellón y, a diferencia del fugitivo, este conductor lo hacía con suma calma. Me asombré al advertir que poseía un leve hundimiento en el guardabarros y recordé el fragmento aquél que había hallado cuando hacíamos peritajes respecto a la muerte de David Attheu. Sin embargo, todo se trataba de una improbable coincidencia.

Llegando al cruce de calles, el coche americano estacionó y descendió el hombre de la clínica privada. Tan pronto parecía avecinarse hacia mi, voltee la mirada hacia mis pies.

– Buenos días oficial. ¿Le doy una mano? O, puedo alcanzarla a su hogar si lo desea –

Negué, rememorando el acoso del día anterior.

– Permitime. Solo dañas tus manos –

Le observaba perpleja. ¿Por qué ese hombre, de pronto, era tan atento? ¿Acaso mi hipótesis sobre el conductor del chevrolet era tan errónea? ¿Se trataría de dos chevrolet SS en Villa Italia y de conductores diferentes?

– Vamos. Le acompaño –

Supuse que para ostentar tanta confianza sospecharía algo respecto al paciente extraviado y aproveché la situación para indagar.

– ¿Encontraron ya al paciente Mendiavales? –

El flacucho, de rostro cenceño y melena suelta, negó, denotando cierta preocupación.

– Imagino que ya lo denunciaron al destacamento –

El hombre volvió a negar y musitaba:

– Por políticas de arriba, preferimos mantenerlo en secreto para no generar desprestigio con respecto a nuestros servicios –

Casi me convencía con dichas palabras. Además, no dejaba de sorprenderme lo diferente que se veía bajo la luz de la mañana, a diferencia de en el interior de la clínica.

– ¿Usted piensa, también, que es peligroso para la sociedad? –

Paulatinamente nos observábamos, tras mi pregunta, y el hombre sonrió como podía.

– Desde que ingresan a ese sitio, es nuestra responsabilidad hacia la sociedad, de comprenderlos y mantenerlos lejos de toda interacción. Salvo la familiar, desde luego. Pero, en este caso, Mendiavales no sólo carece de relaciones personales, sino que fue derivado desde el Hospital Público por un traumatismo cerebral –




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