El Expediente Secreto de 1980

XXIII - Perjuicio en el Resto

En este tipo de labores centrábamos la mente en los deberes y no sólo me había olvidado de hacer las compras y siquiera lograba congeniar con Belén Palacios sino que, además, llevaba tiempo que no llamaba a mi madre. En aquél preciso instante, dejé todo como lo había dejado, me vestí con una chaqueta de jean, tomé algo de dinero y me retiré de la residencia hacia la peatonal por calle Las Heras.
No culminaba de pensar en que ya era 21 de Noviembre de 1990 y reflexionaba si tendríamos que trabajar durante la Navidad. Claro estaba que mi familia debía comprender mi ausencia y aguardar mi regreso más adelante. Mi responsabilidad implicaba también que los desaparecidos pudieran celebrar su propio festejo en familia.
Siendo detective de la DDI, mi destino yacía, prácticamente, fusionado con el de las víctimas. Había una inexplicable química que me obligaba a suspender todo y dedicar el tiempo que implicara, con tal de salvarles. Después de todo, había optado por este trabajo por la profunda razón de salvar a las víctimas.
Cada día convivimos con gente que desaparece y me sentía obligada a prevenirlo y salvar a todos los que pudiera.

Sin más desvíos, opté por dirigirme a «Doña Margo», como llamaran al restaurante sin tantas sílabas. Sabía que en el sitio había un teléfono público y no planeaba pasearme por las calles hasta hallar otro. Prácticamente, la mañana se había pasado y, en cuestión de minutos, sería mediodía. Excusa suficiente para almorzar, llamar y, quizás, incluso, volver a ver la misteriosa conexión entre Noe, el hombre de la calle y la enfermera de la clínica privada en Las Heras.
Por lo tanto, crucé la avenida Montevideo, previendo esta vez que no intentaran arrollarme por despistada. Sentí un profundo escalofrío que se elevaba por detrás de mi espalda, desde la cadera hasta ambos omóplatos. Aún percibía cierto pánico sobre toda la ocasión, al igual que cuando enfrentaba al guardia de Industrias Fansma. Aquél señor que me hubiera apuntado con una recortada a los ojos en el primer día de investigación junto a Romeo Artemis.
Avancé, como podía, hacia la concurrida peatonal y accedí al restaurante por fín. Observaba el menú del día publicado en una pizarra dónde ofrecían un plato de solomillo de cerdo con puré de remolacha y croquetas de espinaca. Luego, extravíe la mirada alertando los nombres de los desaparecidos en el listado y me adelanté a ciegas hacia el interior del comedor. Trataba de observar sin fijar la mirada en nadie de los presentes. El mozo, con galantería, me saludaba como detective y ya no tenía dudas de que los chismes sobrevolaban, a la velocidad de la luz, por Villa Italia.
Apenas arqueaba el rostro entonando una sonrisa y señalé la mesada de siempre, con miras al vagabundo de enfrente. El sirviente se tomó de la punta del bigote y le hice una seña ligera, buscando digirime hacia el teléfono.
Entretanto, me circundaba la intensa expectativa de varias personas que suspendían conversaciones y miradas al periódico local para alertarme como a la Halcón favorita del departamento de policías. Después de todo casi normalizaban que ser detective era un orgulloso papel para los hombres.
Faltando más, fue inevitable no permitirme escuchar y comprender el comentario machista de un mal llevado hombre en la barra, bebiendo una jarra con cerveza. Musitaba en voz muy alta:

– ¿Mujer detective? ¿A qué hemos llegado? –

El sirviente le hizo un ademán de silencio en respeto a los presentes, pero asemejaba que el mentecato buscaba irse de riñas con alguien y, de ser posible, enterrar sus puños en el rostro del primer osado que opinara de manera opuesta..
Aún el ambiente suponía crueles miradas de prejuicios y diferencias sociales para temáticas tan cotidianas como los oficios. No habrían demorado en llegar los rumores sobre que yo era la representante bonaerense para las investigaciones. tenía deseos de responderle aunque no se tratara de un rasgo propio en mí. Por suerte, Belén Palacios no se hallaba presente o, probablemente, se hubiera generado una reconocible gresca en el restaurante.
Tomé el tubo y dediqué unos minutos para pensar en lo que diría, a medida ingresaban las monedas por el orificio de carga. Rememoré un momento las salas de juegos de arcade, con acceso por fichas de metal. Aun existiría alguna de esparcimiento, en dónde sanamente una podía competir las habilidades de juego entre completos extraños. Desde luego, bajo el código de cuidar y no patear las máquinas electrónicas.

Pretendía iniciar la comunicación, cuando advertí como el hombre de la barra se avecinaba lentamente. El mozo se denotaba alterado y el público en general alzaba la vista.

– Oficial – Balbuceó el hombre de robusta barriga y cabello desarreglado.

Siquiera emití respuesta alguna y le observé como podía, intentando no retroceder, aunque por dentro sintiese que todo el ambiente se cerraba y oscurecía en frente a su violenta silueta. Añoraba una ventana abierta, de par en par, y un poquito de aire para respirar una bocanada de oxígeno.

– Le hablé doña, ¿me escuchó? –

Asentí, incómoda, como si faltara menos.

– ¿No es muy frágil usted para este tipo de trabajos? –

Me percaté repentinamente de cómo acercaba su sucia mano para manotear mi muñeca, alcanzando a inhalar un exceso de alcóhol que soltaba desde sus fauces.

– ¡Soltame! – Respondí en el acto. Zamarreaba el brazo a un lado, pero sus gruesos dedos no pretendían soltarme de ninguna manera.

Tardíamente, hizo presencia el sirviente. Aunque apenas fuese visible detrás de la robusta espalda del hombre.

– Señor.. debe retirarse en este preciso instante –

Entre risas, el reo pulsaba mi piel, como si con ello buscara manipularme a placer. Y, faltando más, tuve que soltar el tubo para librarme, ayudándome con mi extremidad restante.

– ¿Lo ven? Una debilucha de detective. – Gritó el hombre, atrayendo más y más la atención popular.




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