El Expediente Secreto de 1980

XXV - Acoso Nocturno

Resultaba sorprendente como por la mañana el movimiento callejero era tan presente, independientemente del silencio en la madrugada.
Atravesando la calle Las Heras, contemplé a Noe durmiendo en su fortaleza de cartones. Belén caminaba somnolienta, vistiendo las gafas vintage y asemejaba estar más dopada que alcoholizada.
Logré advertir una masa humana aproximarse desde Avenida Montevideo y apuré el paso, anticipando cierta hostilidad. Asimismo, dudaba si producto del alcóhol hubiese imaginado silbidos a nuestras espaldas y no me atrevía a voltear la mirada.
Por lo tanto, descendimos sobre la acera, contemplando un vacío sepulcral de coches. Apenas se oía algún vehículo en la distancia y asimilaba que camináramos en un pueblo fantasma.

– ¡Hey! – Llamaron por detrás. Eso simplificaba mis sospechas.

Estaba claro que nos seguían, quizás desde el club nocturno.
Y, aunque presentía que estuviesen cerca, apresuré la marcha, casi tironeando a Belén para que despertara. Si llegábamos cerca del departamento de policías, nadie intentaría acciones precipitadas.

– Bancá lindura – Exclamó otro. Para mi temor nos alcanzaron demasiado pronto.

En lo que me giraba al llamado, sentí como me tomaban por la mano y otro me acariciaba el cabello.

– Que dulce la detective – Comentó un tercero.

Volteando de espaldas, alcancé a ver Avenida Montevideo a un individuo que portaba un uniforme celeste y se retiraba a rastras, mientras le seguía la masa humana que hubiera visto minutos atrás.
Tardíamente le reconocí, ante el acoso físico d elos extraños y, como podía, zamorreaba a Belén para que volviera en sí.
Se trataba de Lorenzo Mendiavales, probablemente escapando de posibles sospechosos.
En medio de una multitud de ideas, cruzándome en el interior de la cabeza. Desde gritar, defenderme, e incluso detener a todos por tener la garantía de estar en la fuerza. Sin embargo, vestía de civil. Siquiera llevaba conmigo una identificación policial.
En medio de la disputa con cuatro hombres que se advertían demasiado excitados, quizás por tenencia de estupefacientes, grité:

– Soy policía –

Y se rieron a pesar de ello. Más tanto, uno respondió:

– Bajo esta luna llena, vos y yo somos normales. Lejos de los rangos diurnos –

¿Rangos diurnos? ¿De quiénes se trataban? Claramente me reconocían y ellos...

Palidecía ante sus intentos fallidos de contenerme en mayoría numérica. Buscaban atraparme, retenerme con sus exhorbitantes garras. En medio del terror y la inseguridad todo se convertía en algo grotesco.

– ¡Belu! – Alcancé a gritar, tratando de zafarme contra mi voluntad y mi llamado fue suficiente para despertarla pero ineficaz. Dos nuevos miembros la acorralaban por la espalda.

Ante la impotencia contemplé a cada individuo de la masa humana que cruzaba calle Las Heras. Buscaba alguno que se dignara a involucrarse, pero mantenían sus miradas severas al frente, como si persiguieran al paciente Mendiavales.
Desconocía si pedirles ayuda nos favorecería o no y, en medio del manoseo de los inadaptados, alcancé a cruzar mirada con un rostro conocido.
Al centro de la patota, un hombre de melena hacia los hombros.

– ¡Esperá! – Alcancé a llamar y fue suficiente para que me viera y abandonaran su objetivo.

– ¿Detective? – Exclamó, deteniendo a sus compañeros.

De pronto volteaban por calle Las Heras, dispuestos a inmiscuirse en el lío.

– ¡Rajá cabezón! Yo la vi antes – Anunció el completo extraño que incorporaba sus sucias manos entorno a mi cintura.

– Soltala – Respondió el hombre. Quién, una vez más, interfería en mi primera mala impresión y se convertía ahora en un príncipe de la paz.

Aunque no contabilizara la cantidad de cabezas presentes, podía suscitar en una batalla de bandas callejeras.
De entre los miembros del supuesto salvador, me sorprendí al advertir a un muchacho rubio, con uniforme celeste de paciente. Me sonaba su presencia al propio individuo que hubiera cruzado la primera vez en la clínica privada.
Belén y yo acabamos liberadas y la trifulca de palabras evolucionó a una lucha campal de patadas, empujones y puñetazos. Desde el fondo, conseguí avizorar como Noe, recluido en su vida callejera, negaba en completa monotonía.
Reflexionaba a qué se debiera su accionar y, asistiendo a Belén, optamos por marcharnos del caótico evento.
Antes de culminar la carrera hacia la residencia, solicitamos ayuda policial y se movilizaron patrullas bajo la orden del mayor Ramírez, generando un estruendo de sirenas ante el silencio de la madrugada.

Previo a ingresar al hogar, Belén y yo nos abrazábamos, sintiendo el palpitar constante de nuestros latidos. Aún yacíamos tensas por lo sucedido, con demasiada impotencia.

– Tenemos que arrestarlos, amiga – Musitaba Belén, en una mezcla de temor con rabia.

Aún así la detuve. Temía que por nuestra condición, con alcóhol en sangre, complicáramos más el asunto. Asimismo, Belén respondía de manera violenta y, frente al mayor Ramírez, arruianaría su responsabilidad como oficial.
Volvimos a abrazarnos, en silencio, al ingresar a la residencia y logré convencerla de quedarse quieta.

– Son unos hijos de... – Clamaba ella a viva voz.

Y ante la carencia vivida sospechaba que Lorenzo Mendiavales estaría por ser atrapado. Aunque en parte me tranquilizara saber que no pasaría otra noche solitariamente en la calle, no comprendía porqué sería necesaria una patota humana para detenerlo. ¿Era acaso tan peligroso?
Mi compañera se había encerrado en el excusado. Lloraba más de bronca que de humillación y la comprendía. Pero, de todas maneras, lo mejor que podíamos hacer era resistir y dejalos a los policías hacer su trabajo. Preparé unas tazas con té para buscar razonar con ella y toqué la puerta. Temía que su reacción fuese una novedad para mí, pero supuse que con hablarle bastó para liberar tensiones.




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