El Expediente Secreto de 1980

XXVI - Contienda en la Mira

Me adentré en dirección hacia el Sur, temiendo que nuevas situaciones afloraran a medida avanzaba. Después de todo, aún desconocía aquél rumbo en Villa Italia y durante la nocturnidad todo se tornaba más preponderante. Alcancé a oír un denso cuchicheo sobre una de las tantas terrazas que se decoraban encima de la vereda.
Al cabo de unos minutos, luego de recorrer numerosas cuadras, encontré un cruce de avenidas con una iluminada fuente en el centro, a modo de rotonda. Por las indicaciones, el límite de velocidad se reducía a 20 km/h, pero, en ausencia de semáforos, imaginé que era un sitio ideal para los pisteros.

Y, aunque fuesen poco más de las 3 de la madrugada, el entramado que cortaba a la rotonda era mayormente circulado. Al llegar a una de las esquinas, comprendí la razón. Las indicaciones demostraban que el circuito por Boulevar 9 de Julio llevaba hacia la carretera.
En medio de algunos silbidos y bocinas, sospeché que los lentes vintage no eran tan propicios. Sumado al maquillaje, se habrían imaginado que mi uniforme era un disfraz. De todos modos, sin pasar a mayores dilemas, dirigí la mirada hacia aquella hermosa fuente. La fusión del agua con la iluminación y el sonido de la presión me generaban una paz que me alejaban del miedo que implicaba estar tan lejos de casa.
Contemplando el panorama, escuché una discusión. Pero no lograba discernir la procedencia de la misma.
Así fue que, cruzándome entre vehículo y vehículo, desviando numerosos comentarios obscenos, alcancé a oír lo que me importaba y me las ingenié para detectar a los entes.
Oculta tras la cascada, un coche se detuvo. Intercedía en todo el circuito de rotonda y los lascivos comentarios del conductor perjudicaban mi escucha respecto a la disputa.

– ¡Mojate toda, mamita! – Gritaba el descarado individuo. Y aunque no lograra comprender del todo el pleito, logré identificar al menos 5 voces de diferentes tonalidades.

De repente, escuché unos pasos apresurados que se avecinaban y, a costa del disgusto, acabé introduciéndome en la fuente.

– Eso... Eso. ¡Esooo! – Persistía el desgraciado. Cuando, de pronto, y para mi asombro, escuché un disparo bastante cerca de mí.

– Movete la concha de la lora. ¡Que te muevas! – Clamó un extraño y, asustado, el revoltoso anterior, se introdujo a la cabina del automóvil y aceleró, a pleno, para fugarse.
Sea quien fuera el que estaba a poca distancia, estaba armado.
Tras aguardar su regreso, con las prendas húmedas, me retiré de la cascada y decidí que era el momento indicado para intervenir.

Superando unos pasos, alcancé a advertir al menos a cinco individuos en torno al paciente. Para mi sorpresa el que iba armado y había efectuado el disparo también portaba un delantal celeste.

– Arriba las manos – Grité, desconociendo mi propia audacia y, tras desefundar mi arma reglamentaria, la apunté a espaldas del peligroso hombre.

La discusión cesó tan pronto que logré constatar a Lorenzo Mendiavales con el semblante lastimado y, repentinamente, uno de los presentes que formalizaba la patota se marchó en carrera hacia el Norte. Al verle de reojo, percibí que portaba un uniforme policial, lo que acabó por confundirme.
Apuntar mi revolver a espaldas del agresor, quién antes hubiera disparado el arma imprudentemente me resultaba altamente perjudicial. Los conductores de diversos coches se detenían de pronto y contemplaban la situación. Tras oír mi frase, los presentes alzaron las manos por acto reflejo, exceptuando al paciente, de cabello rubio, delante de mis ojos.
Hacia el fondo, Lorenzo Mendiavales, aguardaba junto a la fuente. Remojaba las manos en el agua y presentaba rastros de golpes en la frente y debajo de uno de sus ojos. Los hombres contiguos parecían mastodontes por la anchura de sus cuerpos, mientras el resto eran más delgados.

– Calma detective – Musitó, pasmado, el más flacucho de todos. – La limpio... – Alcancé a escuchar el murmullo del hombre armado, quién aún aguardaba de espaldas y llevaba las manos hacia delante.

– Sh... No hagas tonterías – Respondió luego el melenudo aquél, el fanático de chevrolet y que nos hubiera guiado a Romeo Artemis y a mí en la clínica Las Heras. Aquél hombre que comenzaba a ser un incordio en mi investigación, y aquél que me confundía con sus acciones. Más aún ahora, liderando la patota que me había salvado horas atrás y calmando a un paciente armado. ¿Acaso este hombre aplacaba la ira del resto? y... ¿Por qué el rubio estaba armado? ¿Por qué el policía que no pude identificar, huyó al verme? ¿Cuál era la tramoya en todo el asunto?

– Calmese señorita. Solo es un malentendido – Exclamó uno de los hombres, a quién no lograba identificar en la noche. No obstante, su voz me recordaba al ebrio que me había atacado en el restaurante Doña Margo.

Lorenzo negaba instintivamente, movilizando su cráneo y, de repente, el flacucho, vistiendo su uniforme de médico, posó la mano en el hombro de dicho paciente y buscó menguar su incesante movimiento de cabeza.

– ¿Qué hacían acá? ¿Por qué está armado este hombre? – Indagué, sin descanso. El melenudo contestó, enseñando un sombrío semblante en el juego de luces dispuesto.

– Vamos a calmarnos, ¿si? Bajá el arma, detective –

Ladeaba mi rostro de lado a lado. Tantos ojos me contemplaban, mientras el rubio paciente permanecía armado. El gentío se reunía en la rotonda, guardaban silencio, como si todo se tratara de una severa escena cinematográfica.

– Este hombre está bajo arresto por disparar en la calle pública. ¿A nombre de quién está la propiedad de esa pistola? – Refuté, avanzando con el revólver en alto y, de repente, el melenudo se adelantó intermediando y se detuvo delante de mi.

– Usted no se encuentre de servicio, oficial. Dejemos esto en el olvido – Anunció el hombre que, bajo la noche, poseía una mirada tan dura y seca como siniestra.




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