El Expediente Secreto de 1980

XXVII - ¡Celeste!

A costa del cansancio me forcé a levantarme y me desnudé con plena libertad. Requería vestimenta adecuada. Bajo ningún término volvería a vestir el uniforme policial. No sólo el asunto se debía a la humedad de la fuente, sino debido a que era menester no acaparar demasiada atención en la clínica.
Decidí vestir lo más informal que tuviese a mi alcance y, para tranquilizar las vibras, elegí portar el mismo tono al que honraban en la clínica.
Carecía de blusas coloridas, mis preferencias eran el blanco y el negro, salvo los jeans gastados azules o grisáceos. Por lo tanto, me puse a explorar tonos más pintorescos en el armario de Belén Palacios. Ella tenía la costumbre de llevar su muda de ropa a la lavandería y dejarla en la maleta, aunque para mi esa comodidad complicase las cosas.
Entre su arcoiris de vestimenta, efectivamente hallé la blusa que andaba buscando. Junto al armario contábamos con un espejo de pie y, al ver el reflejo de mis ojos con la blusa celeste mi imaginación era certera. Rápidamente, me apresuré a esconder la blusa bajo la almohada y me vestí informal hasta que mi compañera se marchara. Aunque sonara mal, sentía que no debía ponerla al tanto de mis decisiones y, como para redimirme, le preparé el desayuno.
Al salir de la ducha, Belén se encontró con comodidad suficiente para arrancar el día laboral. Se notaba de buén humor, a pesar que siguiera maldiciendo por la suspensión de la feria.
En menos de lo que cantan los gallos, si hubiese alguno en el barrio, tocaban las 6 de la mañana. A suma prisa, Belén se retiraba, luego de una búsqueda insaciable de algún artículo. Creí haberla oído insultar a la salida. Era irremediable no entregarle sus lentes vintage, los necesitaría.
La radio tempranera iniciaba con algunos hits de grunge internacional y, por fín, estaba sola. Me quité ansiosamente mi camiseta, me despeiné bastante, vestí la blusa color cielo y los lentes vintage.
De ninguna manera Belén podía verme vestida así. Por lo tanto, tomé mi cartera de cuero e hice espacio suficiente para llevar algunos artículos de tocador en el interior. Luego, procedí a maquillarme y, en lo que me descubría frente al espejo, recordé a mi compañera con sus cigarros.
Tomé el bloc de notas de bolsillo, la birome y, por supuesto, la llave que Noe me había conferido.
Procedía a echarme unas gotitas de loción de rosas a medida observaba, de reojo, la descripción englobada del Torino verde en mi diagrama del caso. Más tarde, apagué la radio y posé la chaqueta de jean entre mi cartera y el asa.

Iban siendo las 6 y media ya. Caminé anónimamente por Las Heras ante silbidos diurnos. Mi interpretación era la adecuada. Al llegar a la peatonal, el cartonero de la esquina me observó con detenimiento y murmuró:

– ¿Detective? –

Al instante, me llevé el dedo índice sobre los labios y solicité silencio.
Repentinamente, me adentraba en la clínica privada con libertad y hallé bastante movimiento de individuos. A diferencia de las veces anteriores, los ambientes se normalizaron. Ya no patrullaban solo médicos y enfermeras. Ahora existían pacientes en las salas de espera.
Asemejaba todo a una puesta en escena para que yo no sospechara de sus actividades.

– Pase señorita – Exclamó la recepcionista, al tiempo que contestaba: – Buenos días –

Y tratando de no atraer la atención pública, enseñé mi identificación policial por debajo de la ventanilla.

– Jazmín Neia. Policía bonaerense. ¡Qué pinta, eh! – Respondió la muchacha con revuelo y, al igual que a Noe, le pedí que guardara silencio. La idea era pasar desapercibida el mayor tiempo posible para que no se prepararan con respecto a mi visita. Quería advertir todas las situaciones con la máxima naturalidad posible. No obstante, asimilaba que todo el personal de servicio hubiera sido notificado.

– Muy bien señorita, si desea aguardar al guardia Martinez –

Rápidamente recordé el pasaje hacia las escaleras y que Lorenzo Mendiavales se hallaría en el tercer nivel. Entonces, apresuré la marcha a medida que refutaba: – Conozco el camino, no se preocupe –

Alarmada, la recepcionista, me solicitó numerosas veces a gritos. Estaba claro que había llegado antes de la cuenta, y eso que había solicitado una entrevista a primera hora del día.
Recorrí la pasarela a medida las enfermeras me contemplaban con recelo. Nada me detendría en un momento tan preciado y, claro estaba que debía observar con detalle el estado del paciente Mendiavales.
Tras ascender al segundo nivel oí gritos incesantes de un señor que me erizaban la piel y, aunque mi sospecha me incitara a descubrir su martirio, fue suficiente con escuchar la frase de uno de los guardias de turno.

– Era evidente que gritaría previo a la cirugía. No se para que le explicaron la mecánica de lo que iban a hacerle –

Proseguí mi marcha hasta llegar al ansiado nivel 3. Esta vez, llegaba sola. Apenas portaba mi gafete escondido, ninguna radio ni arma reglamentaria. Apenas unos billetes, la llave de la posible caja de pandora, el bloc de notas y la birome. Si mi desconfianza contribuía, me estaría adentrando a la cueva del lobo con un pancarta que describiera: «Soy tu presa».
De todas maneras, seguí mi instinto, con suma valentía, aunque eso para Romeo Artemis fuese totalmente imprudente. Recordé por momentos que los detectives Martins y Attheu acabaron muertos, probablemente al seguir solitariamente alguna pista. No obstante, era tarde para abandonar el barco de lo venidero.
La tempestad estaba presente. Los armados guardias voltearon los rostros, personal de servicio alzó las manos y, como si fueran ratoncillos de laboratorio, los pacientes fueron ingresando, uno a uno, a sus respectivos dormitorios.
Desde el fondo, se aproximaba el sonriente melenudo, con el delantal de médico abierto y escondiendo las manos en los bolsillos de su pantalón. Sus zapatos resonaban con firmeza sobre la plataforma de madera. Y, al igual que en la ocasión pasada, el personal conformaba una ladera de cuerpos junto a la extensa mesada, a la izquierda del acceso a los dormitorios. Quién sabe que ocultarían desde dicho punto estratégico. Los guardias simulaban ser estatuas de seguridad, delante de cada puerta.




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