El Expediente Secreto de 1980

XXVIII - Tomás Bidonte

Ante mi última expectativa, de espaldas, logré oír como Celeste ingresaba al dormitorio que más asemejaba a una prisión y Lorenzo Mendiavales respondía con mayor alegría. Era incapaz de olvidarme la reacción de aquella mujer un día atrás. Lo fastidiada que se notaba por haberme adelantado en entregar el emparedado de solomillo de cerdo a Noe. Asemejaba que ella, de alguna manera, consiguiera alegría y tristeza en cualquier hombre en situación de necesidad. Y, por alguna razón, Lorenzo Mendiavales sentía que debía protegerla, así esa mujer no se notara indefensa. Algo no cuadraba en esa interpretación. No obstante, antes de poder replantearme más ideas, me hallaba alcanzando la planta baja ante un incómodo silencio. El flacucho iba delante y, aunque mi confianza hacia él alternara por momentos, deducía el devenir de los acontecimientos. Aunque la entrevista fuese muy limitada ante tanta supervisión, había conseguido el manuscrito de un hombre enamorado de su efermera. Por momentos dudaba de la cordura de todos, incluida de la mía, trabajando en cubierto.

– ¿Y bien oficial Neia? – Haciéndome la despistada, asentí, pero perfectamente comprendía lo que ese señor aguardaba. – ¿En dos días o ahora? – Anunció de pronto, con la sonrisa pícara. Sonrisa que me preocupaba demasiado luego de los momentos vividos.

– ¿Tiene una tarjeta? – Le consulté. Al parecer le habría tomado por deprevenido. – ¿Una... Una tarjeta? Oh si... Aguárdeme un momento –

El supuesto doctor escapó raudamente, en dirección a las oficinas, dejándome una oportunidad propicia para largarme. Si no contaba con una tarjeta encima, probablemente no fuera realmente doctor y se halla interpretando un papel, al igual que Celeste.
Ahi fue que recordé su vestimenta del primer día, la chomba colorida bajo el uniforme y las gafas sobresaliendo de un bolsillo. Aunque el personal siguiera al pie de la letra sus mandamientos, quizás lo hicieras por miedo.

Iban siendo cerca de las 9 de la mañana y opté por retirarme, después de todo, me inmiscuí entre diverso gentío en la peatonal y mi estatura era suficiente para mezclarme entre las adolescentes que se dirigían al colegio y correteaban minutos antes para contemplar las tiendas de moda. Quizás mi estatura no aparentara al de las niñas de 15, pero lo interpretaba lo suficientemente bien.

– ¿Neia? – Gritó el hombre ante la densidad de la pasarela.

Había llegado demasiado tarde y no era manera de invitarme a una cita sin tener la guardia dispuesta. Es decir, con los papeles de conquista bien claros.
Después de todo, no subiría a vehículos de extraños y mucho menos saldría con individuos que no se presentan con su nombre. Podía asimilar a un buén hombre, metido en una labor lucrativa de poca ética, pero seguía siendo sospechoso que conociera mi nombre y yo desconociera el suyo.
Más tanto, debía regresar a la residencia y cambiarme. No fuera cosa que Belén Palacios me cruzara portando el 80% de su indumentaria.
En tanto me alejaba, reflexioné si no me habría puesto también las prendas interiores y me reí imaginándome formar parte de su cuerpo. Simulé caminar con pasos seductores por Las Heras. Tan libre al fín de toda desconfianza que siquiera había asimilado mi cruce por Avenida Montevideo. La calle estaba poco transitada, al igual que días previos, cuando producto del pánico perdí la consciencia tratando de alcanzar a Lorenzo Mendiavales. Cuando me hallaba superando el departamento de policias, con un atisbo de esperanza de no ser reconocida por nadie, alguien me llamó con una voz imposible de desconocer:

– Espera. Vos. –

¿Indagarme si se refería a mí? ¿Quién más pasaba por la desierta callejuela?

Y, al voltearme le vi. El perito Tomás Bidonte, suspiraba hondo tras aspirar un cigarrillo. Valga la coincidencia, el cigarrillo que se adjudicaba a Attheu en la escena de su... muerte. Tomás, quién negaba que su amigo David fumara, e igual me había señalado cerca de la escena, como culpable de estropear las pruebas. En lo que aplastaba el pucho contra la pared, nos observábamos fijamente. ¿Cómo podría reconocerme? Yo no vestía así en el trabajo. ¿Se la pasaría, acaso, espíandome?

– ¿Detective bonaerense? – Asentí. No era buena para engañar. Siempre lo más cerca probable de la verdad. – ¿Qué hace vestida así? –

Si supiera que las prendas eran de la cadete con la que pasaba la mayor parte del tiempo a las risas... No cedí a la indirecta acusación y resolví responderle de igual manera:

– ¿Usted? ¿Fumando? –

El postulante a reemplazarme como Detective Bonaerense se asombró por completo y, de pronto, como para no autoinfligirse culpas se rió y me señaló. Nunca le había visto reirse hacia mí. No obstante, su comunicación parecía un desafío:

– No se haga ideas erróneas Detective. Esto solo es... una coincidencia –

Entonces, me quedé con la coincidencia y me retiré con normalidad. ¿Libre de sospecha? Quizás eso creyese él. Y aunque todo estaba dispuesto y ya me veía por fin, acabando la interpretación de la atractiva chica en la vía pública, un nuevo comentario suyo me obligó a detenerme.

– Deberías entrar. Casi lapidan a tu amiga de acusaciones y están intentando ubicarte a vos también –

¿Qué? ¿Acusaciones? ¿Qué es lo que estaba pasando?

Tosió, de pronto, y advertí como ocultaba el cigarro con la suela de su calzado y musitaba: – No se que haces en tus ferias, pero no está bien huir de tu responsabilidad y dejar a tu amiga como culpable de todo –

¿Acaso esto derivara por huír del flacucho? No había manera de que eso generara un... escándalo. O ¿habría denunciado mi investigación durante la feria? Era todo demasiado reciente, este asunto debía tratarse de otra razón.

Ante mi desprevenido silencio, el hombre vociferó a viva voz:

– Muchachos, acá está la estimada detective bonaerense. No imaginarán lo que trae puesto – Más tarde, me guiño el ojo, desafiante, dispuesto a hundirme como fuera posible. Aunque mi consciencia reconociera que, más bien, buscaba ocultar el hecho que había estado fumando un cigarrillo.
Temía toda la inaudita situación que generaría que me vieran en la posición y usando la ropa de mi amiga, quién al parecer se auto responsabilizaba por acusaciones que yo desconocía.




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