El Expediente Secreto de 1980

XXXI - Conjetura en 10 Minutos

Benjamín Farías, el taxista, dedicaba unos minutos observándome como me retiraba. Tras mi espalda percibí su penetrante mirada y, tan pronto llegaba a mi destino, el conductor viró el volante y desde la ventanilla indagó: – ¿Le espero? –

Negué con la cabeza, como si pudiese notarme ante la nocturnidad. Y el diálogo fue suficiente para espabilar a Román, el oficial que alzando una extramidad y enderezando el pulgar le ofreció una señal suficiente.

– ¿Qué tenemos por acá? – Musitó más tarde. – ¿Olvidó su uniforme, detective? – Añadió el otro cadete. Y contesté sin más: – Sigo de feria –
Al unísono, los oficiales respondieron: – ¡Qué afortunada! –
Como si fuera una fortuna quedarme sola tantos días con un deseo imperante de investigación.

– Así que... Está de feria pero al tanto de los sucesos? – Persistía el cadete al que sólo conocía de vista.
Y aunque no estuviese obligada a responder, necesitaba socavar datos sobre el crimen actual y, por ende, requería que alguien me diese acceso a la escena. Por lo tanto, opté por esclarecer las dudas con voluntad.

– Debía comunicarme con Vicente Aguilar y me informaron. De hecho, me asombró tanta ausencia de oficiales en el destacamento –

Román sonrió y, abriendo sus brazos, movilizó una barrera que intercedía en el acceso entre la vereda y la patrulla: – Adelante detective –

Procedí a atarme la melena y avancé sin dar mayores explicaciones. Tanta limitación pública solo podía tratarse de un caso de importancia o de alguna víctima de renombre. En tanto avanzaba, escuché diversos coches que se avecinaban desde la calle Victorino de la Plaza.

– Apurate mejor – Alcanzó a vociferar Román, quién de pronto bloqueaba todo pasaje a nuevos llegados. Se trataban de numerosos periodistas de la región, noteros, camarógrafos, entre otros. La prensa aparecía para interceder en las investigaciones y proveer la mayor calidad y accesibilidad de información.
Jerónimo Baltrán aparecía de repente sorprendido, al verme avecinarme a la escena. Al parecer pretendía detenerme y, junto a él, Ricardo Pétrico asemejaba ostentar una punzante preocupación.

– ¿Qué hace acá detective? – Indagaba el comisario, sin perder de vista mi vestimenta informal.

Pocas respuestas podrían salvar mi pellejo en aquél momento. El comisario había sido claro en que no debía proseguir las investigaciones hasta tanto Romeo Artemis, el detective federal, regresara de Buenos Aires.
Y aunque no me hallara lejos de la escena del crimen, puesto que logré advertir el denso peritaje, uniformados de blanco con capuchas y numerosos oficiales, además de la van a corta distancia.

– ¿Qué está pasando? –

Faltando más, Jerónimo Baltrán se negaba a compartir datos y buscaba mantenerme al margen. Cuando, repentinamente, la aparición del cadete Román generó un novedoso exabrupto con el comisario. – ¿Alguien más planea desobedecerme hoy? –

Aproximándose al llegado, Ricardo, el técnico de huellas, buscó enterarse del contexto, previo al angustiado comisario. – ¿Qué pasa Ortiz? –

Entretanto Baltrán me observaba con desdén, mientras era imposible no oír el diálogo entre los caballeros: – Al parecer, luego de comunicarse al 911 ha debido alertar a la prensa por tratarse de una noticia de suma importancia para toda la comunidad –

Aún más preocupado, Ricardo replicó: – ¿Quién podría? ¿Han dicho quién les comunicó? ¡Ortiz! –

Román asentía, ante la insistencia del técnico y luego musitaba: – Han dicho que llegaban por solicitud de la propia sobreviviente –

Desconocía aún todo el asunto y aparentaba que la prensa estaba más al tanto que yo. ¿Cómo se suponía que resolviera un caso del que me limitaban las brechas de información?

– Regrese a prisa Ortiz. Solicite diez minutos antes de permitirles avanzar – Contestó Pétrico y, en lo que regresaba me tomó del brazo. Me invitaba a adentrarme a costa del mal humor del comisario. Siquiera pude advertir la ligereza con la que el cadete Román Ortiz desapareció de regreso a la barricada de ingreso. La noche poco a poco se atenuaba al acercarse las 5 de la madrugada. Faltaba poco para que el movimiento de los civiles perjudicara aún más el asunto.

– ¿Qué cree que hace Pétrico? – Inquirió Jerónimo Baltrán, a medida que el anciano me zamarreaba para ingresar a la escena. Más tanto, soltándome, regresó la mirada y contestó: – Tenemos a la prensa a minutos de involucrarse, lo menos que podemos hacer es esclarecer la situación a la detective bonaerense –

El comisario no parecía ceder, a pesar de las circunstancias y, asombrosamente, el Mayor Ramírez daba lugar a mi presencia. Fue ineludible que el diálogo entre Baltrán y Pétrico acabara alertando a todos los oficiales y, en lo que comparecía ante las tareas de peritación, toda el área policiaca estuvo al tanto de mi llegada. Entre ellos, Tomás Bidonte y, por supuesto, la flamante Belén Palacios.
La escena trivial era anormal respecto al resto de crímenes. Al menos habrían cinco huecos en un terreno baldío y cuatro cuerpos intensamente investigados por la DDI. Los cuerpos habían sido exhumados de aparentes tumbas públicas y, ante la notificación de llegada de la prensa se derivó a ocultar los cadáveres de las víctimas.
Para mi asombro, por los datos suministrados por un perito se trataban de jóvenes de entre 20 y 30 años. Asimismo, un quinto hueco poseía una pala clavada, aludiendo a que el culpable no completó su trabajo. Similar al caso de «Jorge Latorre» en Torcuato al 500, frente a la Clínica Privada Galán.
La sobreviviente que hubiera advertido tanto a emergencias como a la propia prensa, era asistida por oficiales y por Belén Palacios. Aguardaba sentada en la parte trasera de la van aparentando un semblante mezclado de entre tragedia y lamento.
Diez minutos era un lapso muy corto para captar todos los datos posibles ante el delito perpetuado. Y, en lo que cantaban los gallos madrugadores, la masa humana de la prensa accedía al sitio. Ricardo Pétrico movilizaba a la DDI para marcharse. El cordón policial en torno a los cadáveres estaba a punto de ceder. La policía científica aún no llegaba a la escena para transportar los cuerpos sin vida




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