El Expediente Secreto de 1980

XXXII - Vicente Aguilar

Se constataba de pronto el amanecer ante la natural iluminación solar. El comisario Baltrán llegaba luego de una misteriosa ausencia. Era claro que el mayor Ramírez había enfrentado las correspondientes acusaciones hacia la Policía Bonaerense con capa y espada. Papel que propiamente debería haber tomado el comisario. ¿Acaso se habría escondido para desviar la crítica mirada de la comunidad?
Había sido una noche intensa y laboriosa. Muchos cadetes se marchaban de sus puestos y, otros, en reemplazo, ocupaban las horas diurnas. Aún así, yo estaba descansada e imposibilitada proseguir mi investigación del expediente secreto. Por lo tanto, opté por visitar el domicilio de «Alberdi 333», dirección del supuesto propietario del Torino esmeralda que yacía abandonado en un cercano estacionamiento de coches. Debía conocer las intenciones del dueño previo, antes de decidir abonar las deudas para garantizar mi titularidad del mismo.
En desconocimiento de la calle, la altura y el vecindario, le hice seña al técnico Aguilar para conversar fuera del destacamento. Era el momento indicado, puesto que parecía dispuesto a retirarse para un merecido descanso. Suponía que no perduraría mucho tiempo con los ojos abiertos y le ofrecí beber un café en Doña Margo. A lo mejor sintiera que era muy pronto para tal invitación... Pero, de todas maneras, contestó animosamente.

Así fue que nos marchamos por calle Las Heras hacia la habitual locación, cruzando Av. Montevideo. A diferencia del resto, Vicente vestía formalmente, incluso cuando las temperaturas comenzaban a sentirse. La mínima era de 27° centígrados y tanto su corbata como su sobretodo comenzaban a quitarme el aliento. Además portaba una camisa de pana blanca y un pantalón de vestir grisáceo. Debía vestirme como él, a lo mejor, a excepción de la corbata. Pero el sol te fundía hasta en las sombras con su aire infernal y yo estaba realmente cómoda.
De comienzo caminábamos en silencio hasta Av. Montevideo, donde me detuve para contemplar con desconfianza el ágil aproximamiento de los vehículos. Parecía como si el técnico Aguilar lo hubiera anticipado haciendo uso de su observación y, mi repentina pausa en el movimiento, sorprendería a cualquiera. Más tanto lo asombraba a él: – ¿Detective? ¿Se encuentra bien? –

Asentí. Me obligaba a sonreír por cortesía. Y, antes de iniciar la marcha, el caballero me tendió la palma de su mano para descender de la vereda. Me sobraban impulsos en respuesta a sus buenas intenciones, pero mantuve el silencio e incliné el semblante en señal de gratitud.

– Si desea que investigue cualquier otra cosita, en las bases de datos, sabe que tiene mi confianza. ¿Verdad? –
Me proponía a responderle, pero su efectiva estrategia me simplificó cruzar la vía en ausencia de temores. Y, con voz casi imperceptible, comenté: – Contaría con tus servicios extraoficialmente, de ser posible –

Contando alrededor de 30 años, el muchacho alzó el ceño y respondió:
–¿Extraoficial? –

Procedí a aclarar el asunto: – Al parecer, en ausencia del detective federal, me han prescindido de investigar. Además, los datos que me suministraste sobre el torino no parecen tener relación con el caso en cuestión –

Nos adentrábamos al restaurante. Con atención, el muchacho entornó la puerta y con suma amabilidad me permitió avanzar delante de él. En lo que ingresaba, respondió: – Debo disentir al respecto –

Mi simpatía, de repente, se convirtió en una mueca de incertidumbre y el siguió dialogando: – Sospecho que no observó con detalle la información –

Naturalmente, sólo había contemplado la dirección descripta durante mi travesía en el taxi, conducido por Benjamín Farías. Siquiera me detuve a investigar el documento. Típica desatención que comenzaba a pesarme, seguida de la caída del pelaje capilar sumida por los nervios. Ante el asombro de la ausencia inestimada del sirviente que solía atenderme, apareció una muchacha, de unos años mayor a mí, y nos ofreció la carta. Luego se retiró con dificultad para caminar, asemejando más a vergüenza que a alguna fatiga en el andar.
Vicente desvestía su sobretodo, a medida que yo tomaba asiento y contemplaba el documento. – Adelante – Balbuceó, con confianza, el compañero. Siquiera bastó para leer la entera información que, al abrir el documento, palidecí al advertir la oración subrayada en tono bermellón.

– No hay dudas que el coche está relacionado con el caso – Precisó, acomodándose la corbata.

Y parecía como si un sofisticado puzzle se armara reflexivamente tras la contemplación. Vicente me había iluminado con un dato fundamental que consistía en nuevas indagatorias. Sensación típica en el proceso de investigación.

Agregué, luego: – Pero el expediente... – Y él contestó: – ¿Si? –

Podía perder el caso por sentir la necesidad de compartir mis dudas con el técnico. De todas maneras necesitaba dialogar con alguien al respecto. – El expediente describe que su defunción se produzco durante un accidente automovilístico –

Volví a releer los datos. Intentaba aclarar las ideas.

«El torino ZX producido por la fábrica Renault de Argentina en 1979 verde esmeralda, pertenece al propietario León Martins, detective bonaerense en el destacamento de policías de Villa Italia. Año de compra 1984. Domicilio: Alberdi 333»

 – A lo mejor el oficial ostentaba dos coches. ¿Se describía dicho vehículo, especificamente, en el expediente? – Musitaba él, mientras mi mente se tornaba tan blanca que me sugería detalles incorrectos respecto al fallecimiento del detective. ¿Sería, acaso, el torino su coche de civil?

– ¿Pasa algo? La noto preocupada – Indagó el muchacho.

Se aproximaba, de pronto, la sirvienta y nos servía vasos largos con agua fresca. Sin dudarlo, bebí el mío en un envión y cerré mis ojos ante la aparición de novedosas ideas en mi mente. Ambos se pasmaban por mi reacción.




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