Sonia sabía que, tal vez, hoy era la última vez que venía a esta tumba. Mañana, un tren rápido la llevaría rumbo a Zakarpatia, a la ciudad donde vivía su tía Oleksandra. Pero por ahora estaba aquí, junto a la tumba de su amado.
Hasta hace poco eran prometidos, soñaban con la boda, se preparaban para colocarse los anillos. Pero la muerte decidió separarlos para siempre. ¿Por qué? Ella se lo preguntó muchas veces, pero nunca encontró respuesta.
—Me voy de esta ciudad —susurró, mirando la lápida de mármol desde la que Antón le sonreía.
Sabía que él no podía oírla ni responder. Las lágrimas le nublaban la vista, sentía debilidad en las piernas y le daba vueltas la cabeza. Pero no había nadie cerca en cuyo hombro pudiera apoyarse en ese momento tan difícil.
—Sabe, Antón —volvió a hablar—, siempre estarás en mi corazón, en mis pensamientos.
Sonia suspiró con dificultad y se acercó a otras tumbas. Allí descansaban sus padres. Habían muerto en un accidente automovilístico hacía siete años. Cerca había otra tumba, la de su hermana menor, Liusia.
Liusia había huido de casa dos años antes de la muerte de sus padres. Entonces ellos la buscaron durante mucho tiempo, gastaron mucho dinero, pero todo fue en vano. Solo un año después supieron que había muerto. La encontraron en el sótano de un edificio abandonado donde se reunían drogadictos. Liusia tenía solo catorce años, y ya había probado drogas. Fue entonces cuando Sonia supo por primera vez qué era el dolor de la pérdida. Durante mucho tiempo se culpó por no haber notado los problemas de su hermana.
Cuando murieron sus padres, su tía —la hermana de su madre— quiso llevarse a Sonia con ella. Pero ella se negó, no solo por sus estudios en el instituto pedagógico, sino también por Antón. Él también era estudiante allí. Ya se amaban, y Antón siempre la apoyó en aquellos tiempos trágicos.
—Veo que no podré convencerte de que te mudes conmigo —decía la tía Oleksandra, apenada.
—Lo siento, pero amo a Antón y quiero quedarme con él —respondía Sonia.
—Está bien, respeto tu decisión —suspiró su tía—. Pero prometo visitarte cada año, y el dinero que tenga lo transferiré a tu cuenta bancaria.
Sonia quiso protestar, pero Oleksandra no le dio oportunidad. La ayudó a vender el departamento de tres habitaciones de sus padres y a comprar uno de una sola habitación.
—No te preocupes por mí, tía —le aseguraba Sonia—. Estaré bien. Conseguiré trabajo, y además Antón está conmigo, no estoy sola.
—Eres solo una niña…
Sonia consiguió trabajo. Los fines de semana traducía libros del inglés al ucraniano. Tenía tiempo para estudiar y trabajar, porque amaba y era amada. Más tarde, Antón se mudó con ella. Juntos eran fuertes. Él estudiaba en la facultad de educación física y por las noches trabajaba como guardia de seguridad en una empresa local. Sus padres también los ayudaban. Así vivieron siete años.
Después de graduarse y obtener sus títulos, su vida debía cambiar. Sonia comenzó a trabajar como profesora de inglés en un liceo, y Antón como maestro de educación física en una escuela. El padre de Antón, Stepan Vasylovych, quería que su hijo menor trabajara en su empresa. Pero cuando el joven se negó, deseando ser independiente, su padre no se enojó, al contrario, lo apoyó. Empezó a regalarles electrodomésticos, diciendo que con su sueldo no podrían equipar su hogar rápidamente. De hecho, Stepan Vasylovych planeaba regalarles un nuevo departamento en el centro de la ciudad como regalo de bodas. Pero eso nunca se cumplió, al igual que la boda.
Sonia y Antón querían una celebración modesta, pero el padre de Antón insistió en otra cosa. Asumió todos los gastos. Una semana antes de la boda, Antón murió.
Al principio, Sonia no lo creyó cuando la llamaron para informarle sobre la tragedia. Solo cuando vio el cuerpo de su amado, comprendió que la muerte le había arrebatado nuevamente a alguien querido.
Sonia no recordaba bien el funeral. Quería morir con él. No deseaba nada, no podía nada. El mundo y las personas dejaron de existir para ella. Se encerró en su casa, queriendo aislarse de todos y de todo.
Las amigas la visitaban, su tía llamaba —en ese momento no pudo venir porque había sido operada—. Pero nada afectaba a Sonia, nada tenía importancia para ella. Sin embargo, la soledad tampoco le traía consuelo.
Una semana después del funeral, el padre de Antón llegó al apartamento de Sonia con unos trabajadores. Le informó que necesitaba llevarse las cosas que una vez les había regalado.
Al principio Sonia pensó que había entendido mal, pero cuando comenzaron a sacar el televisor, el sofá, el refrigerador... quedó atónita. No esperaba tal acto de Stepan Vasylovych. ¿Cómo podía ser? Él había sido como un padre para ella, lo quería y respetaba. Pero Sonia no protestó —ni una sola palabra dijo.
Observó en silencio cómo las habitaciones quedaban vacías, cómo desaparecía todo lo que le recordaba a Antón. Solo quedó una cosa: su libro favorito.
Volvió a llamar su tía Oleksandra…
—Sonia, hija mía, ven a vivir conmigo. Yo, igual que tú, estoy sola. Sabes que mi hijo me abandonó, que se olvidó por completo de que tiene madre. Ven, cuidaremos una de la otra. Te gustará estar conmigo. La casa es grande, y el jardín… Qué maravilloso es mi jardín…
Sonia rompió en llanto. Deseaba tanto que alguien la consolara, la abrazara, la protegiera. De repente, le dio miedo estar en su propio apartamento.
A veces pensaba que todo era solo una pesadilla que pronto terminaría. Pero no era así. Ya no podía negar la realidad. Antón nunca más la abrazaría, y ella nunca más se acurrucaría a su lado, no compartiría sus preocupaciones, no le pediría consejo, no dormiría junto a él.
Él ya no estaba. Estaba muerto y enterrado en ese cementerio que ahora ella estaba dejando atrás, como si fuera para siempre.
Y mañana, estaría lejos de allí.