El tren llegó al anochecer. En la estación esperaban a Sonia su tía Oleksandra y el abuelo Naik, quien trabajaba como jardinero en su huerto.
Oleksandra recibió a su sobrina con lágrimas en los ojos. La abrazó con fuerza y la apretó contra su pecho. Sonia no intentó contener las lágrimas. Así se quedaron, llorando sin pronunciar una sola palabra. Se entendían sin necesidad de hablar.
—Perdonen —se atrevió por fin a interrumpir el abuelo Naik—, ya oscureció por completo y aún nos queda media hora de camino.
—Ya vamos, Naik —reaccionó Oleksandra—. Sonia, tenemos que irnos. El coche está aparcado al otro lado de la calle. Naik, tú carga las maletas, que son demasiado pesadas para nosotras —añadió, girándose hacia su sobrina—. ¿Has traído todas tus cosas?
—No, lo demás llegará por correo. Habrá que recogerlo después.
—Entiendo, por supuesto que lo recogeremos —asintió Oleksandra—. ¿Y el piso?
—Lo vendí.
—Has hecho lo mejor. Me alegra que ahora viviremos juntas. Solo que es una pena que hayan sido estas circunstancias las que nos hayan unido… Has sufrido mucho, Sonia, y tu destino no fue fácil... Pero con el tiempo, esperemos, todo se acomodará: el dolor disminuirá, las heridas sanarán.
Sonia solo asintió con la cabeza. Su tía intentaba consolarla, y ella no quiso contradecirla ni decirle que el dolor se había convertido en su compañero constante. Al fin y al cabo, alguien la había abrazado: así de indefensa y débil como se sentía.
Sonia quería a Oleksandra. No solo por ser su tía, ni por parecerse a su madre, ni siquiera por la ayuda que le había brindado. La quería simplemente porque era una buena persona, y por su sinceridad merecía tanto cariño como confianza.
Oleksandra tenía poco más de cincuenta años. Era de baja estatura, con algo de sobrepeso, lo que, curiosamente, solo aumentaba su atractivo. Morena, de ojos verdes y rasgos faciales suaves, algo severa y a la vez dulce, agradaba a todos los que la rodeaban.
Se casó joven y tuvo un hijo. Su marido murió más tarde de una neumonía; los médicos no pudieron salvarlo. Quedándose viuda, no se vino abajo: crió sola a su hijo. Los ingresos que ganaba en la peluquería apenas alcanzaban para vivir, así que se atrevió a hacer un cambio.
Oleksandra y su hijo se mudaron a una casa rodeada de un huerto frutal descuidado. A menudo, los ladrones aprovechaban la ausencia de los dueños para robar los frutos de los árboles. La casa con el jardín había pasado a manos de Oleksandra tras la muerte de su esposo, quien a su vez la había recibido como regalo de su abuela.
Ya cuando recién se casaron, ella y su amado podrían haberse instalado en esa casa. Pero la joven pareja sentía miedo e inseguridad ante una propiedad tan grande.
El jardín era lo más valioso para Oleksandra. Tenía más de cuarenta variedades de árboles frutales: manzanos, perales, cerezos... Empezó a cuidarlo, pero no podía sola. El abuelo Naik, que vivía al lado, lo notó. Empezó a venir a ayudarla, y ella, a cambio, compartía con él los frutos del huerto.
Con el tiempo, cuando la situación mejoró, Oleksandra le propuso a Naik mudarse con ella, dejar su vivienda casi derruida y trabajar como jardinero. Él aceptó. Desde entonces, Naik no solo vivía y trabajaba en su propiedad, sino que también se había ganado su amistad, su confianza y su respeto.
Cada año, cuando la cosecha era abundante, llevaban la fruta a vender. Con el tiempo, firmaron contratos con tiendas y puntos de venta que ofrecían frutas, bayas y verduras. La jardinería fue creciendo, y con ello los ingresos. Oleksandra contrataba trabajadores de temporada, además de una cocinera y una limpiadora que venía los fines de semana para mantener la casa en orden.
La prosperidad permitió que su único hijo viviera una vida cómoda y llena de oportunidades. Estudió en la mejor universidad del país, viajó por Estados Unidos, y todo lo que deseaba lo obtenía de inmediato, sin demora.
Oleksandra esperaba que, cuando Andriyko creciera, amaría el jardín igual que ella y cuidaría de él. Pero los sueños de madre no estaban destinados a cumplirse. Andriy no solo abandonó su hogar, sino que también se olvidó por completo de su madre.
Oleksandra no sabía por qué había actuado así, dónde vivía ni de qué trabajaba. Pasaron ocho años hasta que aceptó que su espera era en vano. Sin embargo, no perdía la esperanza: creía que algún día todo cambiaría y volvería a ver a su hijo en casa.
Oleksandra tenía una hermana —Halyna, la madre de Sonia— que vivía lejos y solo venía de visita de vez en cuando, siempre sola, sin su familia. A Oleksandra eso no le molestaba ni le entristecía. Cuando ella misma quería ver a su hermana, a su cuñado y a sus sobrinas —Sonia y Liusia— simplemente tomaba el tren y viajaba a verlas, llevándoles valiosos regalos.
Sin embargo, la pérdida la afectó profundamente y deterioró seriamente su salud. Aquella mujer fuerte sintió cómo el dolor se instalaba en su corazón.
El amor que durante años se había acumulado en el alma de Oleksandra y que había sido destinado a Andriy, ahora se volcaba en Sonia. La tía sentía un sincero y profundo pesar por su sobrina, compartiendo con ella el duelo por Antón, el esposo al que había llegado a querer y a aceptar como parte de su vida.
Se hizo la promesa de convencer a Sonia para que se mudara con ella y compartiera su amor por el jardín.
—Te agradezco mucho, tía, por tu amor y tu bondad —dijo Sonia cuando llegaron a la casa.
—No hay por qué agradecer, querida. Es lo mínimo que puedo hacer por ti.
—Tía, es exactamente lo que necesito.
El abuelo Naik detuvo la "GAZel" y ayudó a llevar las maletas a la habitación que Oleksandra había preparado previamente para Sonia. Al cruzar por primera vez el umbral de la casa de su tía, la muchacha, a pesar del cansancio y la tristeza profunda, sintió un alivio y hasta una pequeña alegría por sí misma.