Un grupo de estudiantes estaba de pie junto a la ventana en el pasillo del instituto, esperando el inicio de las clases. Hablaban animadamente sobre las tareas que les habían dejado el día anterior. Cada uno contaba cómo las había resuelto. Entre ellos estaban Maksym y Yura.
De pronto, Maksym frunció el ceño, se acercó rápidamente a otra ventana y apoyó la frente contra el vidrio.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Yura, siguiéndolo con curiosidad.
—Un imbécil —murmuró Maksym entre dientes.
—¿Qué imbécil? —Yura también se pegó al cristal con interés—. ¿Te estás volviendo loco? Yo no veo a ningún imbécil por ahí.
—¡Mira cómo intenta agradarle a Sonia! Se esfuerza tanto que da asco. Me dan ganas de romperle la cara.
—¿Hablas del profe de física? —Yura por fin entendió de qué iba la cosa—. ¿Estás celoso? Ya sabes lo que dicen: “el amor es ciego, hasta un burro parece un príncipe”.
De repente, Maksym agarró a Yura por la ropa y lo empujó contra la pared.
—¿Eres mi amigo o qué?
—Tranquilo, hombre —dijo Yura, comprendiendo que se había pasado—. No quise decir nada malo. Suéltame.
—Perdón —Maksym se calmó un poco—. No sé qué me pasa. Todo me saca de quicio últimamente.
—Maksym, deberías fijarte más en nuestras chicas. Mira, ahí van Alina y Marina. ¿No son unas bellezas? —Yura les guiñó un ojo—. ¿Y si las invitamos a salir? Vamos a divertirnos un poco.
—Ve tú, yo paso.
—Amigo, estás tan obsesionado con tu Sofía Oleksandrivna que ya no ves nada más. Y, por cierto, a ella ni le importas.
—Pero a mí sí me importa —afirmó Maksym con firmeza.
Sonia se sentía agotada después de una noche sin dormir. Caminaba con dificultad hacia el trabajo, cuando el profesor de física, Víktor Mykolaióvych, la detuvo.
—Sofía Oleksandrivna, ¿puedo detenerla un minuto? —le preguntó.
—Claro, por supuesto —respondió Sonia, animándose un poco. Después de todo, ya estaba en el instituto.
—Tengo un favor profesional que pedirle. ¿Podría ayudarme?
—Si puedo, por supuesto que le ayudaré. ¿De qué se trata? —preguntó ella con interés.
—Ayer, mi vecino me trajo una revista que encontró en el desván. Me dijo: “Tómala, puede que les sirva a tus estudiantes”. Por las fotos entendí que trata sobre investigaciones científicas en física y química. El problema es que está escrita en inglés. Le pregunté: “¿Y de dónde sacaste esta joya?” Y él me respondió: “Quedó de cuando mi hijo estudiaba”. Como mi inglés es bastante limitado, pensé en pedírselo a usted.
—¿Quiere que traduzca toda la revista?
—¡Oh, no, para nada! Más bien me gustaría que le echara un vistazo, tradujera los títulos, y luego yo decidiré si hay algo realmente interesante que pueda ayudar a mis alumnos. Después, si le parece, podría traducir uno de los artículos. Pero no quiero sobrecargarla de trabajo.
—No se preocupe, Víktor Mykolaióvych, lo haremos —lo tranquilizó Sonia con una sonrisa, y añadió—: Después de la segunda clase tengo un hueco libre. Podemos vernos en la biblioteca, si le parece bien. O si no, después de las clases. ¿Qué dice?
—Después de la segunda clase, perfecto —respondió él, contento, aunque no lo mostró.
—Y ahora, si me disculpa, aún tengo que prepararme para la clase.
—No la retengo más. Que tenga un buen día.
En clase, Maksym intentaba captar la mirada de Sofía Oleksandrivna. Pero fue en vano. Ella no se fijaba en él. En cambio, él sí notó que Sonia estaba algo triste ese día. De repente sintió una punzada de culpa al recordar lo que estaba por sucederle. Le dio asco pensar que sería parte de un plan tan vil. Pero no podía echarse atrás.
Sin embargo, Maksym se equivocaba al pensar que pasaba desapercibido. Ahí estaba él, sentado en la última fila, un chico atractivo. Pero, por desgracia, su amor era imposible, no tenía ninguna oportunidad. Sonia se repetía que, con el tiempo, él lo entendería, se calmaría y pondría su atención en otra chica. Todo estaría bien.
Mientras intentaba escribir la siguiente oración en inglés, a Maksym se le ocurrió una idea brillante: conquistar el corazón de Sofía Oleksandrivna sin molestarla con palabras o confesiones. Sonrió, satisfecho.
Cuando Sonia entró en la biblioteca, Víktor Mykolaióvych ya la estaba esperando. Era un hombre de unos cincuenta años, de cabello negro con algunas canas brillando al sol. Tenía unos ojos azules muy bonitos, era un poco más alto que Sonia y de complexión delgada. Su rostro se iluminó al verla en la puerta.
La verdad era que ella le gustaba desde los primeros días del curso. Pero Víktor era tímido y no sabía cómo acercarse a la mujer que le había robado el corazón. Le preocupaba la diferencia de edad: podía ser su padre. Pero los años no importaban cuando el amor volvía a llenar el alma de calor. Además, ya no esperaba volver a enamorarse así. Y aun ahora, aunque deseaba colmarla de halagos, se contuvo y la invitó con discreción a sentarse junto a él.
Cuando terminaron de revisar la revista, Víktor Mykolaióvych dijo:
—Muchas gracias por su ayuda. Como muestra de mi agradecimiento, me gustaría invitarla a una taza de café caliente —finalmente se atrevió a proponer él.
—Pero no hoy —Sonia intentó ser cortés.—Tengo muchas cosas que hacer. Pero la próxima vez, con gusto.
Cuando Víktor Mykoláyevych se fue, Valentina se sentó junto a Sonia.
—Le has gustado a nuestro Víktor Mykoláyevych —concluyó ella.
—No digas tonterías, Valentina —replicó Sonia.
—Te lo digo en serio. Es una buena persona. Su esposa falleció hace tres años y su hija vive en el extranjero. Viene con su esposo y su nieto solo en verano —comenzó a contar Valentina.—Víktor Mykoláyevych es un profesor inteligente con ingresos estables, educado, ordenado, los estudiantes lo respetan...
—Basta, Valentina —la interrumpió Sonia.—Ahora no es el momento para pensar en él.
—Te noto triste. Comparte conmigo, tu amiga. ¿Qué ha pasado? ¿Qué te preocupa? Tal vez pueda ayudarte.