La familia Devereaux se mudó a la vieja mansión de Hollow Hill una fría tarde de noviembre. La casa, una imponente estructura victoriana con ventanales oscurecidos y paredes cubiertas de enredaderas secas, se alzaba como un monolito olvidado en medio de un terreno baldío. Era el tipo de lugar que parecía devorar la luz del sol y ahogar cualquier rastro de vida a su alrededor.
John y Emily Devereaux, junto a sus hijos, Sophie y Lucas, esperaban que este nuevo comienzo les permitiera dejar atrás los problemas que habían asolado sus vidas en la ciudad. John, un hombre serio y de mirada cansada, había perdido su empleo recientemente, y Emily, que había heredado la mansión de un pariente lejano y desconocido, pensó que mudarse sería una solución económica. Sin embargo, desde el primer momento en que cruzaron el umbral, algo en la casa no se sentía del todo correcto.
El aire estaba pesado, como si estuviera cargado de una electricidad invisible que erizaba la piel. Las habitaciones, aunque grandes y bien decoradas, estaban impregnadas de un frío que no se podía disipar ni con las llamas más brillantes en la chimenea. La mansión parecía un lugar congelado en el tiempo, donde los relojes habían dejado de marcar las horas hace mucho, y la oscuridad acechaba en cada esquina.
La primera noche, mientras la familia intentaba acostumbrarse a su nuevo hogar, los susurros comenzaron. Eran suaves al principio, como un murmullo distante que parecía provenir de las paredes. Lucas, el más joven, fue el primero en escucharlos mientras se acomodaba en su cama. Pensó que se trataba del viento colándose por alguna ventana rota, pero cuando los susurros empezaron a tomar forma, como voces apagadas que decían su nombre, supo que no era su imaginación.
—Mamá… ¿Oíste eso? —preguntó Lucas con voz temblorosa al bajar las escaleras. Emily, cansada tras un largo día de desempacar, le sonrió con ternura, pero su sonrisa era frágil, casi vacía.
—Es solo la casa, cariño. Es vieja… Se está asentando —dijo, aunque una punzada de incomodidad se clavó en su pecho.
Sophie, la hija mayor, no podía conciliar el sueño. Se quedó tumbada en su cama, observando las sombras que la luz de la luna proyectaba en el techo. Parecían moverse, danzar al ritmo de una melodía macabra que solo ellas podían escuchar. De repente, sintió un peso en el borde de su cama, como si alguien invisible se hubiera sentado allí. Miró de reojo, con el corazón latiendo con fuerza, pero no vio a nadie.
Sin embargo, el frío intenso que acompañó esa sensación hizo que se estremeciera. Se arropó hasta la cabeza, temblando, pero el peso no desapareció. Una voz suave, susurrante, resonó en su oído:
—Nos vemos… pronto.
Sophie gritó y corrió escaleras abajo, su pánico llenando la casa de eco. John, alarmado, salió de su habitación y la interceptó en el pasillo.
—¿Qué pasó? —preguntó con el rostro pálido y la preocupación dibujada en sus ojos.
—Alguien estaba en mi cuarto… Me habló… —balbuceó Sophie, sollozando. John revisó la habitación, pero no encontró nada fuera de lo común, solo la cama deshecha y las ventanas cerradas. Trató de tranquilizarla, asegurándole que todo estaba bien, pero mientras la abrazaba, no pudo evitar fijarse en las marcas de dedos delgados que parecían haberse hundido en el polvo sobre el borde de la cama.
Esa noche, ninguno de ellos durmió bien.
Los días siguientes, las cosas empeoraron. Los susurros se hicieron más insistentes y agresivos, llamando a cada miembro de la familia por su nombre, a cualquier hora del día. Objetos desaparecían y reaparecían en lugares imposibles; las puertas se cerraban de golpe, y las luces titilaban sin razón aparente. Lucas empezó a hablar de una "mujer sin rostro" que veía en los espejos y Sophie dejó de entrar en su habitación después de que las sombras parecieran alargarse para alcanzarla.
Emily, desesperada, comenzó a investigar la historia de la mansión, hurgando en viejos documentos y periódicos amarillentos. Lo que descubrió la dejó sin aliento: generaciones enteras de la familia Devereaux habían habitado la casa, y todas sus historias terminaban en tragedia. Su bisabuelo, consumido por la locura, se había quitado la vida en el ático. Una tía abuela había desaparecido sin dejar rastro, y varios niños de la familia habían muerto de causas inexplicables. Cada generación parecía haber sido acechada por una maldición que se alimentaba de sus miedos y sufrimientos.
Esa noche, Emily se enfrentó a John con lágrimas en los ojos.
—Nosotros no deberíamos estar aquí. Esta casa… hay algo en ella, algo que no nos quiere aquí. Tenemos que irnos.
John, pragmático como siempre, se negó. “No hay maldiciones, solo supersticiones”, le dijo, pero sus propias manos temblaban. No quería admitirlo, pero en su interior, sentía que algo oscuro se cernía sobre ellos. Algo que no se dejaría expulsar tan fácilmente.
Cuando las luces de la mansión se apagaron por completo esa noche, los susurros se transformaron en gritos.