La oscuridad en la mansión se volvió absoluta. No era simplemente la ausencia de luz; era un vacío opresivo que parecía devorar todo a su alrededor. El aire se tornó denso, cargado de una sensación de amenaza latente. Los gritos eran guturales, desesperados, como si algo antiguo y malévolo hubiera despertado finalmente de su letargo.
John corrió hacia el sótano para comprobar los fusibles, con una linterna temblorosa en la mano y un nudo de miedo en el estómago. Mientras descendía por las escaleras de madera crujiente, sintió que el frío aumentaba con cada paso. No era solo una cuestión de temperatura; se sentía como si algo invisible y helado lo envolviera, lamiéndole la piel con dedos espectrales.
El sótano estaba sumido en una oscuridad total. El haz de la linterna parecía ser absorbido por las sombras, apenas iluminando más allá de unos pocos metros. John se abrió paso hasta la caja de fusibles y, para su sorpresa, todo parecía estar en orden. No había razón para el apagón, y sin embargo, las luces de la casa permanecían muertas.
De repente, un susurro gélido y gutural resonó a su espalda.
—John…
Él giró bruscamente, apuntando con la linterna hacia el origen del sonido. No había nada, solo cajas viejas y muebles cubiertos de polvo. Pero entonces, algo captó su atención: un viejo espejo, apoyado contra la pared, reflejaba algo que no debía estar allí. Una figura alta y oscura, con ojos vacíos y una sonrisa distorsionada, se cernía a sus espaldas.
John se dio la vuelta con rapidez, pero el espacio detrás de él estaba vacío. Sin embargo, en el espejo, la figura continuaba observándolo, inmutable. John sintió que su corazón se detenía por un segundo, incapaz de procesar lo que veía. Gritó y lanzó la linterna contra el espejo, que se rompió en mil pedazos. Los fragmentos cayeron al suelo, y en cada uno de ellos, la figura seguía sonriendo.
Arriba, Emily abrazaba a los niños en la sala de estar. Lucas temblaba, con el rostro pálido y los ojos desorbitados, mientras Sophie lloraba en silencio. Las voces en las paredes se habían transformado en una cacofonía de lamentos, sollozos y amenazas en susurros que solo ellos podían escuchar. Cada palabra era un cuchillo invisible que cortaba sus nervios.
Emily, con la piel erizada, decidió que no podían quedarse allí. Se levantó de golpe y trató de llevar a los niños hacia la puerta principal, pero esta no se movía. Estaba cerrada con una fuerza inexplicable, como si hubiera sido sellada desde el exterior. Emily tiró de la perilla con todas sus fuerzas, golpeó la madera con sus puños hasta lastimarse, pero la puerta permanecía inmóvil, impenetrable.
—¡Déjenos salir! —gritó con desesperación, mientras las voces a su alrededor reían en respuesta, burlándose de su impotencia. Sophie se aferró a su madre, mientras Lucas miraba hacia el techo con los ojos vacíos.
—No podemos irnos… ellos no nos dejarán —dijo Lucas en un tono plano, como si estuviera repitiendo algo que alguien más le había susurrado al oído.
Emily lo miró, aterrorizada. Lucas había cambiado. Su mirada infantil ahora estaba oscurecida, como si algo más lo estuviera habitando. Antes de que pudiera decir algo, las luces parpadearon de nuevo y se encendieron, pero esta vez no fue un alivio. Las sombras que llenaban la sala de estar se retorcían y bailaban, proyectando figuras horribles en las paredes. Formas de criaturas imposibles, con garras largas y rostros deformados que parecían observarlos desde otra dimensión.
John subió del sótano con la respiración entrecortada y los ojos desencajados. Se quedó quieto en la entrada, observando la escena con incredulidad. La casa parecía viva, consciente, una entidad maligna que se regocijaba con su sufrimiento. Emily corrió hacia él, con lágrimas en los ojos, buscando consuelo, pero John apenas reaccionó.
—Tenemos que salir de aquí. Esta casa está maldita. No sé qué… pero… —dijo Emily, ahogándose en sus palabras.
John solo asintió, sin atreverse a contar lo que había visto en el sótano. Sabía que algo los acechaba, algo que había estado allí mucho antes de que ellos llegaran y que no pensaba dejarles ir. La familia se reunió en la sala, acurrucados unos junto a otros, sin saber qué hacer ni cómo luchar contra lo que no podían ver ni entender.
Esa noche, ninguno de ellos se atrevió a dormir. Las horas pasaron lentas, llenas de susurros incesantes y crujidos en las paredes. Cada sombra parecía un peligro acechante, cada rincón un portal hacia lo desconocido. Finalmente, Emily no pudo soportarlo más y salió del círculo que habían formado en el centro de la sala, decidida a buscar una salida a cualquier costo.
Subió las escaleras, pensando que tal vez alguna ventana del segundo piso podría abrirse, pero cuanto más se adentraba en los pasillos oscuros, más intensa se volvía la sensación de ser observada. Algo la seguía, susurrándole cosas que no podía comprender. Llegó hasta la habitación principal, donde un enorme espejo colgaba sobre la cómoda. Emily se detuvo frente a él, temblando. El reflejo mostraba la habitación tal como estaba, pero detrás de ella, vio una sombra alta y oscura, con ojos vacíos y una sonrisa grotesca.
Emily giró rápidamente, pero, como antes, no había nada allí. Cuando miró de nuevo al espejo, la figura ya no estaba detrás de ella, sino justo en el reflejo de sus ojos, como si se hubiera fundido en su propia mirada.
Sintió un susurro gélido en su oído:
—Están condenados… todos lo están.
Emily gritó y retrocedió, cayendo al suelo mientras el espejo vibraba como si estuviera vivo, emanando un frío insoportable. John y los niños corrieron a su lado, tratando de levantarla, pero ella solo señalaba al espejo, incapaz de articular palabras.
El reflejo se rompió en mil pedazos, y en cada fragmento, los ojos vacíos de la figura los observaban.