La casa de Hollow Hill parecía más despiadada con cada día que pasaba. Los Devereaux apenas reconocían su hogar, como si las paredes se cerraran sobre ellos, absorbiendo su energía y su cordura. La presencia en la mansión ya no era solo una sospecha; era un huésped no invitado, un parásito que crecía en las sombras y se manifestaba en cada rincón oscuro y en cada susurro en la noche.
La madrugada llegó cargada de un silencio inquietante. Emily despertó primero, con la sensación de que alguien la observaba. Al voltear, vio que la puerta de su habitación estaba entreabierta, algo que no recordaba haber hecho. Se levantó con cautela, con el corazón acelerado, y se dirigió al pasillo. Todo estaba sumido en penumbra. Al fondo, la puerta del ático estaba entreabierta, algo que ninguno de ellos había notado antes.
El ático siempre había permanecido cerrado con llave, olvidado como un vestigio de tiempos pasados. Emily se acercó con pasos vacilantes, guiada por una mezcla de miedo y una curiosidad irracional. La puerta rechinó al abrirse por completo, revelando una oscuridad impenetrable que parecía devorar la luz del pasillo. Una ráfaga de aire frío le golpeó el rostro, y un olor a moho y a madera podrida llenó el espacio. Emily encendió la linterna de su teléfono y subió lentamente los escalones, notando cómo cada uno crujía bajo su peso.
El ático estaba lleno de muebles viejos, cubiertos por sábanas blancas que se movían levemente, como fantasmas atrapados en su descanso eterno. Pero lo que más llamó su atención fue un viejo retrato colgado en la pared del fondo. Era un cuadro enorme, cubierto de polvo, en el que se distinguía la figura de un hombre alto y delgado con el rostro borroso, como si los años hubieran borrado sus facciones. Lo que quedaba claro eran los ojos: oscuros y vacíos, clavados directamente en Emily.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Los ojos parecían seguirla mientras se movía, y por un momento, juró ver cómo la figura del cuadro sonreía ligeramente. En la base del retrato, una inscripción en latín advertía: “Nos observan desde la oscuridad, nos reclaman como suyos”.
Emily retrocedió, tropezando con una vieja caja de madera. En su interior había objetos personales de la familia: fotografías antiguas, cartas y pequeños recuerdos. Pero lo que más la aterrorizó fue una serie de diarios encuadernados en cuero que parecían haber pertenecido a su tatarabuelo, el primer Devereaux en habitar la casa. Los textos hablaban de rituales oscuros, de pactos inquebrantables y de un precio que debía pagarse generación tras generación.
Mientras Emily hojeaba los diarios, un murmullo comenzó a resonar en el ático. Era apenas un susurro, pero sus palabras eran claras:
—Emily… tú perteneces aquí.
Ella dejó caer los diarios y salió corriendo del ático, bajando las escaleras con torpeza. Se sintió atrapada, como si la casa intentara cerrarse a su alrededor, sofocándola. Cuando llegó a la sala, encontró a John, Sophie y Lucas esperando, alarmados por el ruido.
—¿Qué pasa? —preguntó John, preocupado.
Emily trató de explicarse, pero las palabras se le atragantaban en la garganta. Les mostró los diarios, y John los hojeó con expresión de incredulidad. Sophie y Lucas miraron las páginas con ojos desorbitados, como si reconocieran algo en esos escritos que les resultaba demasiado familiar.
—Hay algo en el ático, algo que no debería estar allí —dijo Emily, con la voz temblorosa—. Esta casa no está solo maldita… está viva. Y quiere algo de nosotros.
John intentó mantener la calma, pero su rostro reflejaba un terror contenido. Sabía que lo que Emily decía no era una exageración. La casa se sentía como una entidad hambrienta, como si los estuviera consumiendo poco a poco, jugando con sus mentes y alimentándose de su miedo.
Decidieron que, al día siguiente, buscarían ayuda más allá de los expertos en lo paranormal. Necesitaban respuestas, y la mansión no las iba a proporcionar de buena gana. Pero mientras planificaban su salida, un sonido sordo y repetitivo comenzó a resonar en la casa. Era como un golpe rítmico, casi hipnótico, que provenía de las paredes.
Sophie fue la primera en notar algo extraño: la figura del hombre del retrato, ahora dibujada en una de las paredes del pasillo. Era una silueta vaga, hecha de hollín o de algo peor, que parecía sangrar lentamente de las grietas en la pared. Los ojos seguían igual de vacíos, y la sonrisa se había acentuado.
—Está en todas partes… —susurró Sophie, señalando la figura que parecía estar replicándose por toda la casa. Las marcas aparecían en los espejos, en los cristales de las ventanas y hasta en las sombras proyectadas por las lámparas.
Esa noche, John decidió dormir en el salón, armado con un bate de béisbol como única protección. Los niños se quedaron en el cuarto de Emily, todos amontonados en la cama, tratando de convencerse de que la luz de la lámpara los protegería de lo que acechaba en la oscuridad.
Pero a medianoche, los susurros volvieron. Esta vez eran más claros, más insistentes. No se limitaban a llamar por sus nombres; decían cosas incomprensibles, mezcladas con risas burlonas y sollozos de angustia. Lucas se sentó en la cama, con la mirada perdida, y comenzó a hablar en un tono que no era el suyo.
—Nos están esperando. Todos están aquí… los que vinieron antes, los que no pudieron irse.
Emily trató de sacudirlo, pero Lucas parecía ausente, atrapado en un trance. Sophie lo observaba aterrorizada, mientras las sombras de la habitación parecían alargarse, acercándose lentamente a la cama. Las figuras del pasillo ahora se deslizaban por las paredes, con movimientos fluidos y retorcidos, como serpientes en un nido.
John irrumpió en la habitación, jadeando y empapado en sudor. No había encontrado nada en la casa, pero el sentimiento de ser observado se había vuelto insoportable. Al ver a Lucas, supo que el tiempo se agotaba. No podían quedarse allí ni un minuto más. Agarró a los niños y los llevó hacia la puerta principal, mientras Emily lo seguía, mirando constantemente por encima de su hombro.