El amanecer trajo una neblina densa y oscura que se aferraba a la mansión como un sudario. Afuera, la luz del sol parecía impotente para penetrar el aire turbio que envolvía la casa. John y Emily no habían dormido. Pasaron la noche vigilando cada sombra, cada susurro, temiendo que en cualquier momento algo los arrastrara de nuevo a las profundidades del sótano. Los niños habían caído en un sueño inquieto, agitados por pesadillas que les robaban el aliento.
John, con ojeras marcadas y la expresión endurecida, estudió los diarios antiguos en la mesa del comedor. Las palabras estaban escritas en un latín rudimentario y hablaban de ritos olvidados, invocaciones y ofrendas que los primeros Devereaux habían llevado a cabo para apaciguar a los espíritus que infestaban la casa. No era solo una maldición familiar; era un pacto forjado en sangre, un acuerdo sombrío entre la familia y las fuerzas oscuras que habitaban en Hollow Hill.
Emily se acercó, sosteniendo una taza de café que temblaba en su mano. Sus ojos se encontraron con los de John, buscando consuelo, pero solo encontraron reflejos de su propio miedo.
—No podemos seguir así —dijo Emily, su voz apenas un susurro—. Cada día la casa se vuelve más fuerte… más viva. Tenemos que hacer algo antes de que… antes de que perdamos a los niños.
John asintió, pero no respondió. Su mente estaba atrapada entre las páginas de los diarios, donde un párrafo en particular captó su atención: un relato de cómo un antepasado había ofrecido la vida de su primogénito para asegurar la prosperidad de la familia. El sacrificio había sellado la maldición, creando un ciclo interminable de sufrimiento que atrapaba a cada nueva generación.
—Tiene que haber otra manera… —murmuró John, pasando la mano por el cabello en un gesto nervioso—. No vamos a sacrificar a nadie. Esto se acaba aquí.
Los niños despertaron poco después, con semblantes pálidos y ojeras que no correspondían a su edad. Sophie se quejaba de un dolor constante en la cabeza, y Lucas se mantenía en silencio, con los ojos vacíos y una expresión que era una mezcla de resignación y miedo. Emily los abrazó, pero los niños se sentían distantes, como si algo se hubiera roto dentro de ellos.
A lo largo del día, los fenómenos extraños se intensificaron. Las paredes susurraban secretos en idiomas antiguos; los relojes se detenían y arrancaban sin razón; y los espejos reflejaban figuras que no pertenecían a la familia. La mansión estaba viva, vibrando con una energía oscura que amenazaba con consumirlos.
Mientras Emily y John trataban de idear un plan, Sophie se dirigió al estudio, atraída por un sonido tenue que provenía de una vieja radio. La radio estaba apagada, pero emitía una estática suave, como si tratara de captar una señal de otro tiempo, de otro lugar. Sophie se sentó frente a ella, hipnotizada por el ruido blanco que de repente se convirtió en una voz susurrante, apenas audible.
—Sophie… ven a mí.
Era la voz de una mujer, dulce pero cargada de dolor, que llamaba desde la radio como si hablara a través de un túnel infinito. Sophie sintió un tirón en su interior, una conexión inmediata con esa voz desconocida.
—¿Quién eres? —preguntó Sophie, con el corazón acelerado.
—Soy… tu abuela. La primera en ser sacrificada, la que dio su alma para mantener la casa en pie.
Sophie se estremeció. No había conocido a su abuela, pero siempre había sentido su ausencia como una sombra en su vida. Las historias que su madre le contaba hablaban de una mujer fuerte, que había desaparecido sin dejar rastro. Ahora, esa misma figura estaba frente a ella, atrapada en la estática de la radio, clamando por liberación.
—Ayúdame, Sophie… ayúdame a romper el ciclo.
Sophie no pudo apartar la mirada del aparato. Las sombras se arrastraban a su alrededor, como serpientes acechando a su presa. La voz continuó, cada vez más insistente:
—Rompe el altar, quema los diarios, y libéranos a todos. La casa perderá su poder… pero habrá un precio.
Sophie asintió, pero antes de que pudiera hacer más preguntas, la radio se apagó, dejando tras de sí un silencio aplastante. Sophie corrió a buscar a sus padres, sabiendo que tenía que contarles lo que había descubierto.
—Hay una forma de detener esto —dijo Sophie, jadeando mientras explicaba lo que la voz le había dicho. Emily y John la miraron con escepticismo y miedo; sabían que la casa jugaba con sus mentes, y cualquier cosa podía ser una trampa. Sin embargo, Sophie estaba segura de lo que había escuchado.
Emily y John se miraron, conscientes de que Sophie podría estar en lo correcto. Destruir el altar y los diarios significaría romper el vínculo que ataba a los espíritus a la mansión. Pero también sabían que la casa no cedería sin luchar, y que cualquier intento podría desatar una furia inimaginable.
Decidieron actuar al anochecer, cuando la oscuridad les proporcionaría una leve ventaja. Emily y John bajaron al sótano una vez más, llevando consigo una lata de gasolina y un encendedor. Los niños esperaban arriba, con instrucciones de no moverse de la sala bajo ninguna circunstancia. La tensión era palpable, y el aire parecía cargado de electricidad, como si la casa supiera lo que planeaban.
Cuando llegaron al círculo de piedra, las runas brillaban con una intensidad feroz, y la figura espectral los observaba desde las sombras, más definida y tangible que antes. John no perdió el tiempo y comenzó a rociar gasolina alrededor del altar, mientras Emily recogía los diarios, uno por uno, lanzándolos al centro del círculo.
La figura, ahora con una forma más humana, avanzó hacia ellos. Era una mujer, con el rostro arruinado por el tiempo y el dolor. Sus ojos vacíos estaban fijos en John y Emily, suplicando y amenazando a la vez.
—No puedes romper lo que no entiendes —dijo la figura, su voz resonando como un trueno apagado—. El sacrificio es eterno. El precio siempre se paga.