La mansión permanecía en un inquietante silencio. Los Devereaux habían logrado lo que parecía imposible: desafiar a la casa y destruir el altar, pero la victoria se sentía vacía. No había una sensación de liberación, solo una calma opresiva que anunciaba una tormenta aún mayor.
Esa noche, la familia intentó descansar, pero el sueño se les escapaba como arena entre los dedos. Sophie se despertó primero, sintiendo una presencia en su habitación. Algo la observaba desde el rincón más oscuro. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no se atrevió a gritar. Sabía que el peligro no había pasado; había algo todavía acechándolos, algo que la casa se negaba a soltar.
Por la mañana, Emily decidió investigar más. Se dirigió al desván, buscando cualquier pista que hubiera pasado por alto. El ático estaba repleto de objetos antiguos: baúles polvorientos, retratos familiares que parecían observarla con resentimiento, y pilas de cartas amarillentas que crujían al ser tocadas. Pero algo llamó su atención de inmediato: un viejo espejo de cuerpo entero, cubierto por una sábana blanca que se movía ligeramente, como si respirara.
Emily se acercó con cautela y retiró la sábana, revelando un espejo de marco dorado, tan antiguo que parecía haber sido testigo de innumerables generaciones. El vidrio estaba manchado y opaco, pero al mirarlo, Emily notó algo extraño: su reflejo no era el suyo. El espejo mostraba una versión más joven de sí misma, una Emily de hace veinte años, con el mismo vestido de novia que había usado el día de su boda. Pero no estaba sola. Detrás de ella, la figura de un hombre oscuro se materializaba, una sombra con ojos rojos brillantes que la observaban desde el otro lado del tiempo.
Emily retrocedió, asustada, pero el reflejo se mantuvo. La figura oscura alzó una mano, y aunque Emily estaba al otro lado, sintió un frío intenso en el pecho, como si el hombre la hubiera tocado realmente. No era solo un espejo; era una ventana a algo más, a un lugar donde los espíritus de la casa permanecían atrapados, observando y esperando.
—¿Emily? —la voz de John la sacó de su trance. Estaba parado en la entrada del desván, con el rostro pálido y la expresión preocupada—. ¿Qué haces aquí?
Emily se volvió hacia él, señalando el espejo, pero cuando ambos miraron de nuevo, la imagen había cambiado. Ahora era solo un espejo normal, aunque su reflejo parecía deformarse levemente en los bordes, como si el vidrio estuviera vivo.
—Hay algo en este espejo, John. Creo que es un portal… o algo peor.
John se acercó y tocó el marco dorado, sintiendo una vibración casi imperceptible. No podía explicar lo que veía, pero sabía que Emily no estaba imaginando cosas. La casa se había vuelto más siniestra desde que destruyeron el altar, como si estuviera enfadada por haber sido desafiada.
Mientras John y Emily investigaban el ático, los niños jugaban en la sala, tratando de distraerse de los ruidos extraños que aún resonaban en los pasillos. Lucas se había vuelto más retraído desde la noche anterior, y Sophie notó que su hermano murmuraba cosas que no tenían sentido. Era como si estuviera hablando con alguien invisible, respondiendo a preguntas que solo él podía oír.
—Lucas, ¿con quién hablas? —preguntó Sophie, tratando de mantener la calma.
Lucas levantó la vista, y por un momento, sus ojos parecieron vacíos, como si estuviera observando algo que Sophie no podía ver.
—Con ellos. Con los que no pueden irse.
Sophie se estremeció y apartó la mirada. Sabía que algo estaba mal con su hermano, pero no podía entender qué era. Los susurros se habían vuelto más insistentes desde la destrucción del altar, y Lucas parecía más conectado con la casa que nunca.
Mientras tanto, en el ático, John encontró una caja oculta detrás del espejo. Dentro, había un diario que no habían visto antes. Las páginas estaban llenas de garabatos y dibujos, pero uno de los escritos destacaba: era una carta de un ancestro, Elizabeth Devereaux, que relataba un ritual oscuro llevado a cabo en la casa hace más de un siglo. Describía un pacto con un demonio, una criatura que prometió proteger a la familia a cambio de un sacrificio constante. El demonio, conocido como The Shadow King, se alimentaba de miedo, dolor y sufrimiento, y el altar no era más que una ofrenda para apaciguarlo.
—No es solo la casa… —dijo John en voz baja, mirando a Emily con una mezcla de horror y resolución—. Hay algo más aquí. Algo que nunca se fue. The Shadow King… él es el verdadero maestro de todo esto.
Emily sintió un nudo en la garganta. Si el demonio estaba atado a la casa, entonces destruir el altar solo lo había enfurecido, liberándolo de las ataduras que lo mantenían confinado. Ahora estaba libre para moverse por toda la mansión, acechando a su familia.
Decidieron confrontar a la criatura de alguna manera. No sabían cómo, pero Emily recordaba que había algo sobre espejos en los antiguos escritos: portales entre los mundos, barreras que podían atrapar o liberar a los espíritus.
John y Emily descendieron rápidamente al salón, llevando el espejo consigo. Lo colocaron en el centro de la sala y encendieron velas a su alrededor, intentando recrear algún tipo de ritual protector. Pero las sombras parecían burlarse de ellos, alargándose y danzando en la penumbra.
Sophie y Lucas los observaron desde la escalera, asustados pero intrigados. Lucas, en un arrebato de valentía, se acercó al espejo y, sin previo aviso, comenzó a hablarle. Sus palabras eran incoherentes, pero algo en su tono parecía resonar con el vidrio. Las sombras del espejo comenzaron a moverse, y la figura oscura de The Shadow King apareció una vez más, observando a Lucas con interés.
—No tienes poder aquí —dijo John con voz firme, tratando de alejar a su hijo del espejo. Pero The Shadow King se rió, un sonido grave y gutural que hizo que las paredes vibraran.
—Tengo todo el poder que necesito, Devereaux. Ustedes me trajeron aquí. Ustedes me dieron su dolor, su miedo… sus vidas.