El Legado de las Sombras

Capítulo 35: La Bóveda Infernal

La tensión en la mansión Devereaux era palpable. Emily, Victor, Sophie y el recién llegado Jeremiah Finch se preparaban para descender una vez más al pozo, conscientes de que cada paso podría ser su último. El anciano guardian no era un aliado común; su conocimiento de lo oculto y su conexión con la historia de la mansión lo hacían indispensable, pero también temible. Las advertencias de Jeremiah resonaban en sus mentes: "No se trata de destruir, sino de negociar."

Las escaleras hacia el sótano crujían bajo su peso, como si protestaran por cada paso. La luz verdosa que emanaba del pozo ahora bañaba todo el sótano en un resplandor espectral, y los susurros que emergían del abismo eran más fuertes, más insistentes, como si algo o alguien los estuviera esperando. Jeremiah avanzó primero, con la seguridad de quien ha pasado una vida luchando contra las tinieblas.

“Este lugar… ha cambiado tanto”, murmuró el anciano mientras sus dedos se deslizaban por las frías paredes de piedra, sintiendo los siglos de dolor y sufrimiento impregnados en ellas. “El pozo no es solo un portal. Es una conexión directa con las fuerzas que nuestros antepasados intentaron controlar.”

Victor, Emily y Sophie intercambiaron miradas nerviosas. No estaban seguros de lo que encontrarían, pero sabían que cualquier cosa sería un desafío para su cordura y sus vidas. Jeremiah se detuvo ante el pozo, y con una antorcha encendida, iluminó las runas que ahora brillaban con una intensidad perturbadora.

“Estas inscripciones son las llaves”, explicó. “No son meros símbolos, sino un lenguaje olvidado que puede sellar o liberar a los seres atrapados aquí. Debemos ser precisos; cualquier error podría liberarlos a todos.”

Victor se inclinó sobre el borde del pozo y observó las sombras danzantes que se movían en el fondo, figuras atrapadas en un ciclo eterno de sufrimiento. “¿Cómo se supone que negociamos con algo así?”, preguntó, sintiendo un nudo en el estómago.

Jeremiah lo miró, con los ojos cargados de una tristeza profunda. “No negociamos con ellos. Negociamos con lo que hay más allá, con la entidad que controla este lugar. El pacto fue hecho con algo que no tiene forma, algo que ha estado aquí desde antes de que la mansión se construyera. Solo hay una manera de enfrentarlo, y es descender.”

Emily sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La idea de bajar al pozo, a ese agujero que parecía una puerta directa al infierno, era más de lo que su mente podía procesar. Pero sabía que no había otra opción. Miró a Sophie y Victor, buscando fortaleza en sus miradas. Estaban asustados, pero también determinados. Esta era su batalla, su maldición, y debían enfrentarla juntos.

Jeremiah comenzó a recitar un antiguo conjuro en un idioma olvidado, y las runas del pozo brillaron con una luz azulada. El pozo dejó de ser un simple agujero en el suelo; se transformó en una entrada que parecía respirar, abriéndose lentamente como una mandíbula hambrienta. Sin tiempo para dudar, el anciano se lanzó primero, desapareciendo en la oscuridad con una última mirada de advertencia.

Victor fue el siguiente, seguido de Sophie y Emily, que sintió un vértigo insoportable al cruzar el umbral. Al llegar al fondo, el escenario que se desplegó ante ellos no era el que recordaban. Ya no era un simple abismo, sino una vasta bóveda subterránea llena de estatuas, restos de antiguas ceremonias y sellos desgastados. Todo tenía un aire opresivo, como si el lugar mismo supiera que ellos no pertenecían allí.

Al centro de la bóveda, un altar de piedra negra se alzaba imponente. Jeremiah caminó hacia él con paso decidido, aunque el temblor en sus manos delataba su miedo. En el altar, una figura humanoide se retorcía, cubierta de cadenas espectrales que parecían hechas de sombras puras. No era un ser físico, sino una proyección de puro odio y desesperación, una forma que cambiaba constantemente entre lo humano y lo monstruoso.

“Ustedes han roto el pacto”, dijo la figura, su voz resonando en cada rincón de la bóveda. No había boca que hablara, solo una presión en la mente de los presentes que hacía eco con un dolor agudo. “El precio debe ser pagado.”

Jeremiah avanzó, con la voz temblando de rabia y miedo. “El pacto se ha mantenido durante siglos. Pero esta familia ha sufrido lo suficiente. No somos sus sirvientes. Somos sus guardianes, y exigimos renegociar.”

La figura se rió, un sonido seco y espeluznante que resonó en los muros como un trueno lejano. “Guardianes… No hay guardianes aquí, solo peones en un juego que nunca entenderán. Sus almas ya están marcadas.”

Victor dio un paso adelante, enfrentando a la entidad con más coraje del que sabía que poseía. “Queremos liberar a los atrapados aquí. Queremos romper el ciclo.”

La figura se acercó, sus cadenas resonando como un lamento de almas perdidas. “Pueden liberar a uno. Solo uno. Pero el resto seguirá sufriendo hasta que el pacto se cumpla en su totalidad. ¿Quién pagará el precio?”

La pregunta colgó en el aire, helada y cortante. Jeremiah intentó protestar, pero la entidad lo silenció con un simple gesto. “Este es mi dominio. Estas son mis reglas. Elijan… o todos serán arrastrados a las sombras.”

Emily, temblando, miró a sus amigos. No podían condenar a todos para siempre, pero tampoco podían sacrificar a uno de ellos. La desesperación era palpable. De repente, Sophie se adelantó, sus ojos llenos de lágrimas y resolución. “Yo pagaré el precio”, dijo, su voz firme.

Victor y Emily intentaron detenerla, pero la entidad se movió rápidamente, sus sombras envolviendo a Sophie en un abrazo frío y letal. Ella dejó escapar un último suspiro, y en un parpadeo, su figura se desvaneció, absorbida por la oscuridad. Las cadenas alrededor del altar se aflojaron ligeramente, y un espectro liberado ascendió lentamente hacia la luz, con una expresión de gratitud y paz.

El sacrificio de Sophie resonó en la bóveda como un eco eterno. La entidad se desvaneció, y el altar se rompió en pedazos. Jeremiah cayó de rodillas, agotado y consumido por la culpa. Victor y Emily no podían detener sus lágrimas; su amiga había pagado el precio que nadie más se atrevió a pagar.




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