Los dos días que llevaba en el hospital se sentían eternos, como si el tiempo se hubiera detenido. Desde que desperté, todo había sido un ciclo, no solo por el constante ir y venir de los médicos y enfermeras, sino también por el peso aplastante de la incertidumbre.
Mi mandíbula seguía rígida, cada intento de hablar era torpe y doloroso. Apenas podía formar palabras, y las pocas que lograba pronunciar salían deformes. Mis manos, aunque ya no estaban completamente paralizadas, todavía se sentían pesadas, extrañas. Como si no fueran realmente mías.
Mamá no se apartaba de mi lado. Me miraba con preocupación, con miedo. Yo también tenía miedo.
Quise decirle algo, cualquier cosa, pero sabía que el esfuerzo sería demasiado. En su lugar, levante mi mano derecha lentamente y señalé la mesita de noche. Mi mamá frunció el ceño.
— ¿Necesitas algo? — preguntó
— ¿Quieres agua? —preguntó con suavidad.
Negué con la cabeza, volví a levantar mi mano con esfuerzo y señalé su bolso.
— ¿Mi bolso? —preguntó de inmediato.
Asentí y, con un movimiento lento, simule sostener algo invisible en mi mano.
—¿Tu celular?
Volví a asentir.
Rebuscó en su bolso hasta localizarlo y me lo pasó con cuidado. Sus dedos se quedaron sobre los míos por un instante, como si quisiera decirme algo más, pero luego simplemente suspiro y dejó que desbloqueara la pantalla.
Las notificaciones explotarán en la pantalla. Llamadas perdidas, mensajes sin leer... Aún no estaba lista para revisar todo. Lo primero que hice fue escribirle a mi mamá.
Yo: Me duele hablar.
Ella leyó el mensaje y me miró con tristeza.
—Lo sé, amor. No te esfuerces, podemos hablar así si quieres.
Asentí con una pequeña sonrisa.
Suspire. En parte por el alivio de poder comunicarme y en parte por la frustración de depender de un aparato para hablar con la persona que más me conocía.
—Cariño, Erik y Lucian me han preguntado por ti.
Agarre mi celular para escribirle.
Yo: No les digas nada aún por favor, diles que mi celular se dañó, que he estado muy ocupada con el trabajo y la universidad, por favor.
—Vale cariño, está bien —dijo con una voz calmada.
En el hospital todo era una rutina: los chequeos médicos, las medicinas, los intentos de comer algo con la mandíbula aún rígida. El dolor era constante, pero lo peor era la sensación de aislamiento. Ver a mi mamá preocupada, y no poder decirle todo lo que estaba pasando por mi mente, me estaba consumiendo.
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Una tarde, mientras estaba sola en la habitación, tome mi celular para contarle a Erik lo que había pasado. Erik era mi amigo, alguien que había estado conmigo durante los últimos años. Sabía que debía estar preocupado por mi ausencia, y en el fondo, necesitaba hablar con alguien que no estuviera en la misma habitación conmigo.
Yo: Estoy en el hospital.
No tardó ni un minuto en responder.
Erik: ¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Estás bien?
Yo: Tuve un episodio extraño. Mi mandíbula y mis manos se paralizaron. No sé qué tengo, y aún están haciendo pruebas.
Erik: Mierda. ¿Desde cuándo estás ahí?
Yo: Desde hace tres días. Los médicos no saben qué tengo.
Erik: Voy a ir a verte.
Yo: No hace falta. Estoy con mi mamá.
Erik: Sienna... en serio, si necesitas algo avísame. Estoy preocupado.
Quise responderle de inmediato, pero una notificación en la parte superior de la pantalla llamó mi atención.
24 llamadas perdidas de Lucian.
Tragué saliva con dificultad.
Abrí la conversación y sentí cómo mi pecho se apretaba.
Lucian: ¿Dónde estás?
Lucian: ¿Por qué no contestas?
Lucian: Llevo dos días llamándote.
Lucian: Dime dónde estás, Sienna.
Lucian: Esto no es normal, ¿por qué estás ignorándome?
Mi estómago se revolvió.
Lucian y yo habíamos discutido antes, pero nunca lo había visto tan insistente.
Mi pulgar tembló sobre el teclado. ¿Qué debía decirle?
Finalmente, con un suspiro, escribí:
Yo: Estoy en el hospital.
Su respuesta llegó en segundos.
Lucian: ¿Hospital? ¿Por qué no me avisaste antes?